Hace unos días el juez Pablo Ruz, de la Audiencia Nacional, ha dado por finalizada la instrucción del llamado “caso Gürtel”. Ha sido una investigación que ha tardado más de seis años en completarse y de la que se han ocupado tres jueces: Garzón, al que le costó la carrera por haber incurrido en prevaricación, Pedreira y Ruz.

La trama Gürtel no es más que otro capítulo en la obra enciclopédica que supone la corrupción política en España. Corresponde al tomo del PP que, aunque el principal, no es el único implicado en esta lacra que afecta transversalmente a todos los partidos que han tenido responsabilidad de gobierno en este país.

No puede entenderse el caso Gürtel sin ponerlo en consonancia con otros sumarios que se instruyen en la Audiencia Nacional o en otros juzgados, como el de los papeles de Bárcenas o la operación Púnica.

El asunto consiste, básicamente, en la existencia de una trama organizada para financiar actividades del Partido Popular y, como sostiene el ex tesorero del PP, Luis Bárcenas, pagar sobresueldos a altos cargos del partido. La fórmula empleada fue la creación de un grupo de empresas a las que se adjudicaban contratos de obras y servicios para las administraciones públicas dirigidas por gobiernos del PP. Las ofertas presentadas eran muy superiores a los precios reales de los servicios y, a pesar de que otras empresas pudieran presentar ofertas más económicas y de que los informes técnicos pudieran desaconsejar las adjudicaciones, se otorgaban a las empresas de la Gürtel. El sobreprecio aplicado se repartía entre los empresarios y los responsables administrativos que, según se ha acreditado en la instrucción, hacían llegar su parte al PP o, en ocasiones, se apropiaban de una comisión en su propio beneficio.

Esta versión de los hechos, fruto de una rigurosa y laboriosa investigación judicial, contradice la del PP, que insiste en que la corrupción detectada en su partido fue consecuencia de la aparición de unos individuos indeseables que se enriquecieron personalmente, a espaldas del partido y sin conocimiento de sus dirigentes. Podría haberle ocurrido a cualquiera, dicen.

Solo los fundamentalistas de las siglas del PP pueden creerse esa versión. Hay que tener en cuenta que en la trama Gürtel no solo están procesados dos individuos como Correa (don Vito) y Álvaro Pérez (el bigotes), que bien podrían haber encarnado a Rinconete y Cortadillo si hubieran vivido en la España del siglo XVII, sino personas que han desempeñado importantes responsabilidades dentro del Partido Popular, como Pablo Crespo, Alberto López Viejo, Jesús Sepúlveda y los tres últimos tesoreros del PP, Sanchís, Lapuerta y Bárcenas.

Por otro lado, la instrucción ha acreditado que parte de los fondos obtenidos fueron destinados a pagar actividades propias del PP, como campañas electorales o sedes del partido. Por eso el Partido Popular está procesado como partícipe a título lucrativo.

Si los hechos constados por el instructor son finalmente probados ante el tribunal que ha de juzgarlos, se pondría de manifiesto lo que para muchos no era más que un secreto a voces: El PP lleva muchos años financiándose ilegalmente, mediante el pago de comisiones por adjudicación de contratos de las administraciones públicas, para sufragar gastos del partido y pagar sobresueldos a los miembros de sus órganos de dirección. La existencia de una caja y una contabilidad B sería algo incontestable.

El hecho de que los tres últimos tesoreros del PP estén procesados no puede ser, simplemente, una casualidad. Pensar que el presidente del partido no sabía lo que hacía su tesorero es tan increíble como aceptar que un presidente del Gobierno no supiera que su ministro del Interior había organizado una banda de asesinos para combatir a supuestos terroristas.

El presidente del PP y ahora del gobierno, Mariano Rajoy, y su predecesor, José María Aznar, tienen responsabilidad, como mínimo in vigilando, de todo lo que ocurre y ha ocurrido en el partido. Y no basta con pedir perdón, como la señora Aguirre, hay que asumir responsabilidades políticas y, en su caso, penales.

Decir que el PP es una organización corrupta sería injusto. Me consta que dentro del partido hay muchas personas honradas que trabajan de buena fe y que creen en la política como un oficio noble y desinteresado. Pero para los gerifaltes del partido, los que se han beneficiado de las tramas montadas para repartirse sobresueldos o amasar auténticas fortunas, esos militantes no son más que unos tontos útiles.

Como dije al principio, la corrupción no es algo privativo del PP. Ha afectado, en mayor o menor medida, a todos los partidos del régimen de 1978, construido sobre los escombros del franquismo, que han ejercido responsabilidades de gobierno, ya sea a nivel local, autonómico o estatal. Escándalos como el de los EREs, las comisiones de CiU, el asunto Puyol y tantos otros, configuran el sórdido escenario en el que se ha desenvuelto la política española.

Pero lo peor de todo esto es que el electorado no penaliza en las urnas la corrupción. Al contrario, la convalida y la legitima. La mayoría de los cargos públicos imputados por corrupción que se han presentado en elecciones posteriores han sido reelegidos por los votantes. De este modo, la corrupción se ha convertido en una enfermedad social. No solo afecta a sus protagonistas sino al conjunto de la sociedad. Quizás sea la consecuencia de nuestra tradición picaresca que tan bien retrataron nuestros autores del Siglo de Oro. No hemos avanzado mucho desde los tiempos del Patio de Monipodio en Sevilla.

Dentro de poco tendremos la oportunidad de decidir democráticamente, con nuestros votos, si respaldamos la corrupción o estamos dispuestos a erradicarla para siempre de la vida pública. No basta decir que todos son iguales y que hagamos lo que hagamos esta situación no tiene arreglo. Hay que seguir buscando hasta que encontremos la solución y, si nos volvemos a equivocar, seguir buscando. Lo que no tiene mucho sentido es perseverar en el error. Ser cómplices de los corruptos.

Si nos lo proponemos, las cosas pueden cambiar radicalmente. Juntos podemos.