Resulta deprimente que en Ceuta, donde las políticas que históricamente se han denominado “de izquierdas” tienen más sentido que en (casi) ningún otro lugar, la derecha clasista y reaccionaria del Partido Popular siga disfrutando de tan enorme fuerza cultural y político-social. Es verdad que en las últimas elecciones locales pasó de dieciocho a trece diputados/concejales, pero no es menos cierto que el hecho de que continúe sumando más en solitario (únase, además, el “extra” del representante del partido-muleta Ciudadanos) que el conjunto de una oposición teóricamente progresista da muestra de lo dramático de la situación en que nos encontramos.

A la hora de encontrar motivos que expliquen esta realidad, no podemos desdeñar la ventaja que otorga el control absoluto de las administraciones, más aún, en un territorio tan pequeño, donde la posibilidad de crear redes clientelares se multiplican de manera obvia y reducen notablemente los espacios en los que un discurso alternativo puede lograr la difusión necesaria para influir en el imaginario colectivo. El PP lleva ocupando (y manejando a sus anchas) todas estas zonas de poder casi dos décadas. Sería ridículo que no hubieran sacado rédito de ello, al menos durante un tiempo. No obstante, creo que gran parte de la responsabilidad debemos hallarla en las propias formaciones políticas oficialmente contrarias a los planteamientos ideológicos del partido del Gobierno. Hay que entonar el mea culpa y reconocer que los egos, el recelo y, sobre todo, los prejuicios continúan enfangando cada debate (que pretende ser) político; cada diálogo en torno a la posibilidad de acciones conjuntas capaces de producir fuerza social; cada discusión sobre quienes desde distintas trincheras, con diferencias y matices, pueden estar defendiendo, en última instancia, banderas similares a las nuestras.

Las habladurías y los estigmas tienen más poder que los hechos concretos, que las demostraciones de compromiso evidentes, que el trato personal real. Y el sometimiento a la inmediatez se impone como una losa que esclaviza y barre cualquier atisbo de serenada proyección a largo plazo, de proyecto capaz de recoger lo mejor de las luchas y las tradiciones pasadas e incorporar las claves, traduciéndolas a la realidad local, de la gramática política que desde el 15M atraviesa todo asunto de actualidad en nuestro país.

Esta amalgama de despropósitos que, justificándose siempre tras argumentos basados en la defensa de principios inquebrantables o “purezas” sostenedoras de esencias, ocultan la claudicación total ante una ideología del adversario caracterizada por la sospecha continua, la criminalización del “otro” o el miedo a las contradicciones que pueden conllevar la mezcla y el mestizaje, no es la única barrera con la que siempre chocamos quienes, humildemente y desde distintos sectores, hemos entendido que a un enemigo enormemente poderoso no se le puede derrotar con un ejército desunido y enfrascado en peleas vergonzantes e irrelevantes. Además de con la división entre las personas que, al menos, con un mínimo de seriedad y buena voluntad, militamos en el campo de la transformación social, nos encontramos también con pequeños grupúsculos (con siglas y sin ellas) de mentecatos sin capacidad para articular un argumento (no digamos ya proponer una idea) sumidos en el rencor producido por su propia incompetencia y empeñados única y exclusivamente en desacreditar a quienes sí dan, con mayor o menor fortuna, la cara día a día en un terreno abonado para el descalabro y el fracaso. Gente sin ideología y sin ninguna base teórica en la que apoyar sus disparates que, debido a la mayor solidez estructural que otorga el poder, no encuentra en la derecha lugar alguno desde el que molestar, terminando así por pulular de aquí para allá entre las formaciones y colectivos con culturas más horizontales y asamblearias con el único fin de hacerse notar e intentar torpedear las traducciones en hechos de aquellas decisiones con las que no comulgan.

Ciertamente, el terreno es desolador y a veces invita a abandonar cualquier esperanza. Por suerte, entre las puñaladas y las decepciones, también permanecen, inquebrantables en su creencia de que la única lucha que se pierde es la que se abandona, personas únicas y excepcionales, auténticos referentes de lealtad (a ideas y códigos de “conducta donde no caben traiciones”, por encima de carnets), ética y compromiso que nos devuelven la fe. Son los imprescindibles de Bertolt Brecht. Por ellos, vale la pena seguir.