El debate acerca de cómo tratar el crecimiento de las ideas de corte autoritario es una constante en el seno de las organizaciones democráticas y de los medios de comunicación. Existen voces que consideran que no se debe dar espacio a los portadores de odio; por otro lado, hay quienes creen que un problema no desaparece por ignorarlo y que lo verdaderamente responsable pasa por la pedagogía y la aportación de armas discursivas y contraargumentos: la realidad es la realidad y ni podemos ni debemos hacer que no existe.

Tampoco encontramos consenso a la hora de nombrar. Quienes esgrimen que “a las cosas hay que llamarlas por su nombre” hablan de fascismo, de extrema derecha, de fachas, de racistas. Otros opinan que estos términos, tan gastados (y a veces banalizados), ni sirven para explicar bien un fenómeno que sería más complejo, ni causan el efecto deseado. Al contrario, reforzarían a un enemigo encantado de desprenderse de acusaciones fáciles de ridiculizar. En política, los efectos no los produce la verdad, sino lo que la gente considera que es verdad.

no se trata tanto de cómo hablar del fascismo, sino de cómo hablar de las causas a las que se agarra el fascismo. De “no difundir la agenda fascista”.

Este domingo ha aparecido una pintada en el colegio Lope de Vega. “Franco construyó este colegio, no los moros”. El líder de Caballas, Mohamed Ali, lo ha denunciado en redes sociales. Y las diferentes opiniones han vuelto a plantear el debate. ¿Merece la pena dar voz a un “majara con un spray”? ¿Hablamos de un capítulo más dentro de un generalizado discurso antidemocrático que debemos denunciar sin ambages? ¿Si hablamos de ellos les damos importancia y se crecen? ¿Si no lo hacemos les legitimamos y caemos en la negligencia? Son todas preguntas pertinentes para las que, creo, ninguno tenemos todavía respuestas contundentes.

Si quienes día a día nos dicen lo que pasa en el mundo, en nuestro país y en nuestra ciudad se refieren a un grupo de niños como delincuentes “al acecho”, poco importará que invisibilicemos o denunciemos unas consecuencias que sin duda aparecerán; mucha gente tendrá miedo y odiará a esos niños.

Pensando en cómo combatirla, está bien que nos preguntemos cuál es la mejor forma de referirnos (o no referirnos) en la esfera pública a la gentuza que opina que hay que construir muros cada vez más altos entre ricos y pobres, cerrar las puertas a quienes huyen del horror, sepultar la diversidad o pegar palos a la gente más débil y vulnerable. Sin embargo, creo que el problema no está ahí. La verdadera solución pasa por un esfuerzo mucho mayor. Siguiendo al periodista Pedro Vallín, no se trata tanto de cómo hablar del fascismo (no sé si es una palabra políticamente útil, pero sí lo es para este artículo), sino de cómo hablar de las causas a las que se agarra el fascismo. De “no difundir la agenda fascista”. Y aquí, la principal responsabilidad pasa por la deontología de unos medios de comunicación que son los que, con mayor facilidad, deciden cuáles son los temas a tratar. Y cómo tratarlos.

Es sin duda una victoria que un representante público, por muy homófobo que sea, no pueda decir, por miedo a la represalia social (y electoral), que los homosexuales están enfermos, del mismo modo que lo es que los islamófobos y los misóginos tengan que buscar subterfugios que les permitan ocultar su odio hacia el colectivo musulmán o las mujeres.

El día anterior a la pintada del Lope de Vega, un periódico local publicaba el siguiente titular: “Intranquilidad en el Poblado Marinero por la presencia de 20 menas al acecho”. Si quienes día a día nos dicen lo que pasa en el mundo, en nuestro país y en nuestra ciudad se refieren a un grupo de niños como delincuentes “al acecho”, poco importará que invisibilicemos o denunciemos unas consecuencias que sin duda aparecerán; mucha gente tendrá miedo y odiará a esos niños. Si el espacio que se le da a las noticias de supuestos “yihadistas” detenidos es mucho mayor que el que se le da a las causas archivadas o a las cifras rigurosas, la gente creerá que cualquier musulmán con barba es un terrorista en potencia. Y si se trata la inmigración a golpe de imágenes de vallas en lugar de con la aportación de datos reales, viviremos pensando que estamos al borde de “peligrosas invasiones” que no existen.

En el terreno de los derechos es bueno, como tantas veces se esfuerza en recordarnos Santiago Alba Rico, que los políticos, a diferencia de los artistas, sean “políticamente correctos”, pues la corrección política en dicho espacio tiene que ver con el avance de las fuerzas democratizadoras a lo largo de la Historia. Es sin duda una victoria que un representante público, por muy homófobo que sea, no pueda decir, por miedo a la represalia social (y electoral), que los homosexuales están enfermos, del mismo modo que lo es que los islamófobos y los misóginos tengan que buscar subterfugios que les permitan ocultar su odio hacia el colectivo musulmán o las mujeres. Es bueno que la “corrección política” les “obligue” a ser hipócritas.

Los medios de comunicación también cumplen una labor político-social. Por lo tanto, también tienen que ser muy correctos para que la “incorrección política” del extremismo cavernario no encuentre una grieta por la que imponernos su bilis. Si no dejamos que la encuentre, no tendremos que emplear tiempo en discutir qué nombre le ponemos al monstruo.