Para desacreditarle, solían recurrir a la burla o la descalificación. “Quijotesco”, “dogmático”, “antieuropeo”. Una ristra de epítetos sustituía al debate de ideas cada vez que Julio Anguita, a principios de los años noventa, exponía un argumento relacionado con el Tratado de Maastricht y la unión monetaria. Todo lo que venía de Europa era bueno por naturaleza y cualquiera que se atreviese siquiera a matizar era tachado poco menos que de hereje. No había que dejarle hablar, el “califa rojo” merecía ser quemado en la hoguera de los enemigos de España. Resultaba imperdonable que alguien, en lugar de optar por la fe acrítica, decidiera tocar las narices con el estudio. Y que, a pesar de los ataques, se mantuviera firme en la defensa de lo que su equipo de economistas, con Juan Francisco Martín Seco a la cabeza, le mostraba día a día, a saber, que la construcción europea aplaudida por socialistas y populares suponía una profundización en la lógica neoliberal. Es decir, más desregulación a favor de los mercados y menos poder para las instituciones representativas. Más capitalismo, menos democracia.

Es cierto que, de todas formas, sus adversarios contaban con la importante ventaja de que, en plena descomposición del Bloque del Este, ningún autodenominado comunista podía aspirar a convencer a grandes porcentajes de población. Tenían de su lado “el tiempo histórico”. En la última década, sin embargo, muchos se han descubierto ante la lucidez de aquel maestro de escuela que, aun en solitario y a contracorriente, se dejó el aliento explicando, una y otra vez, lo que nadie quería escuchar. Hasta el propio Felipe González reconocía en una entrevista, hace unos años, que había sido un error implantar una moneda única sin una fiscalidad común. A buenas horas.

Con todo, la historia de Anguita no es una excepción histórica, ni mucho menos. Siempre ha habido voces clamando en el desierto. Y siempre se ha tratado de arrinconar a quienes, en plena catarsis colectiva, eran percibidos como los “aguafiestas”. No nos importa la verdad, lo único que queremos es que nadie nos corte el rollo cuando lo estamos pasando bien. En Ceuta, otro docente se ha empeñado en señalar, contra la opinión mayoritaria, que lo que desde PP y PSOE se vendía como un documento regulador que satisfacía de manera más que razonable las aspiraciones de la lucha autonomista constituía, en realidad, un apaño inaceptable que relegaba a nuestra ciudad fuera del marco constitucional. Durante dos décadas y media, Juan Luis Aróstegui no ha cejado en su empeño de hacer entender a los y las ceutíes que el Estatuto de Autonomía de 1995 era y es una estafa, que no existe el concepto de “Ciudad Autónoma”, que Ceuta continúa “en tierra de nadie” y que, por lo tanto, es necesario seguir reivindicando la materialización del derecho que la Constitución nos reconoce en su Disposición Transitoria Quinta, esto es, el derecho a constituirnos en Comunidad Autónoma para, por fin, igualarnos al resto de territorios del Estado. Al igual que a Anguita, nadie (o casi nadie) le ha querido escuchar; al igual que a Anguita, el tiempo parece darle la razón. O, al menos, el presidente Vivas, quien, recientemente, y tras un varapalo del Tribunal Supremo, dice mostrarse abierto a explorar la vía de la Transitoria Quinta.

No nos hagamos ilusiones. Posiblemente, nos encontremos ante un mero “brindis al sol” planteado, únicamente, para frenar la hemorragia electoral de un Partido Popular muy debilitado ante el avance de la extrema derecha. Vivas es consciente de que su formación nunca emprenderá ningún camino en contra de los designios de Marruecos. No obstante, puede que piense que movilizar al electorado alrededor de “la lucha por Ceuta”, causa justa y transversal donde las haya, le reportará beneficios a corto plazo, por más que el desenlace no sea otro que el agua de borrajas. Quién sabe. La cuestión es que decir lo que ha dicho supone, de facto, secundar los postulados de quien siempre le llevó la contraria. De quien, en definitiva y aunque nadie se lo reconociese, siempre dijo la verdad.