Si hay algo que nunca he soportado es la mentira. Reconozco que puede ser un punto débil cuando uno decide defender públicamente una opción ideológica: en política no hay que dar a tu adversario el gusto de verte indignado y enfadado. En mi caso, es algo que me cuesta conseguir. Un mentiroso es capaz de hervirme la sangre, lo admito. Eso sí, aunque creo que ante la mentira hay que ser contundente, ello no significa que piense que llamar “Hija de puta” a una concejal sea correcto (por si alguien lo estaba pensando). También desconozco si la señora Miaja decía o no la verdad y, por lo tanto, la causa de cólera del señor Carreira. Me da igual. No es de eso de lo que quiero hablar.

En lo que pretendo centrarme es en la cada vez más creciente libertad con la que la gente se permite el lujo de mentir públicamente,  de la legitimación que le otorga el comportamiento colectivo en esta era de la “posverdad” y del acompañamiento, paradójico, que recibe por parte de una hipersensibilización social que trata de condenar a quienes, sin paños calientes y de forma clara, se atreven a llamar a las cosas por su nombre. Se pretende que el fondo apenas importe y que las formas sean el todo a la hora del juicio ético. Resumiendo: mentir es aceptado y llamar mentiroso al que miente es considerado un insulto y un acto de “mala educación” o, incluso, de intento de intimidación. A mí, al menos, me ha ocurrido varias veces. Contaré el último episodio.

Un tipo, detractor acérrimo de mi fuerza política, miente sobre mí y mi formación en redes. Le llamo embustero y me dice que no le falte. Días después lo vuelve a hacer, tocando fibra sensible al asegurar, a la vista del que quiera leer, que he dicho ciertas cosas acerca de dos compañeros y amigos. No sólo no aporta pruebas, sino que afirma, sin arrugarse, que él no estaba en el lugar de los supuestos hechos. Que se lo han contado.  Aun así, no tiene reparos en acusarme públicamente de algo que ni él está en condición de saber a ciencia cierta. Le reitero (por privado) que lo que hace es propio de un miserable y un mentiroso “de mierda”. ¿Su reacción? Hacer públicas mis palabras y decir que el coordinador de Podemos Ceuta le insulta “por segunda vez”. Quién miente exige respeto cuando se le llama mentiroso y se muestra agredido ante el mundo. Los papeles de víctima y verdugo intercambiados. Pura vileza y degradación moral. Las “buenas formas” pasando por encima de la verdad y la justicia.

Creo firmemente que es posible mantener un debate político sin recurrir a la mentira incluso con aquel que está en nuestras antípodas ideológicas. No digo sin faltarnos al respeto; digo sin mentir, algo mucho más grave que usar epítetos gruesos cuando uno siente que el adversario está jugando sucio. Y aquí me he mostrado siempre igual de inflexible, con independencia del color político. Recuerdo una fotografía en la que un joven que se señalaba que era Albert Rivera (cosa que era incierta) hacía el saludo fascista. No era él. Cada vez que la veía por redes sociales, exigía que fuese borrada y se rectificara. Por desgracia, también recuerdo que no veía (al menos, yo) la misma intolerancia con la mentira en el otro lado. No se me olvida la imagen de todo un Consejero del Gobierno como Jacob Hachuel difundiendo fotomontajes falsos de Pablo Iglesias en su cuenta de Facebook, así como vergonzante fue la acusación (sin pruebas) contra Ramón Espinar de la que tuvo que echar mano el ya mencionado Emilio Carreira para evitar discutir de la autonomía de Ceuta en el reciente debate sobre el estado de la Ciudad. Son tan sólo dos ejemplos locales. En el ámbito nacional, hemos asistido recientemente a otro capítulo patético: el “prestigioso” diario El Mundo y la candidata a la Secretaría General del PSOE, Susana Díaz, afirmando que el Secretario General de Podemos empujó a los Secretarios Generales de CCOO y UGT en la manifestación del Primero de Mayo. Tanto las centrales sindicales como sus máximos representantes no sólo han negado tal estupidez, sino que han agradecido públicamente a Pablo Iglesias el gesto que tuvo.

El bloque más contrario a Podemos se muestra, de manera cada vez más acusada, como un cenagal infestado de odio, mentiras y ataques personales que evitan cualquier posibilidad de construcción de una esfera que permita el debate de ideas. Se trata de emponzoñar la discusión política, desacreditando la legitimidad del interlocutor, acusándole de todo lo que se pueda. Siempre sin pruebas y, eso sí, muchas veces con bastante educación. Al César lo que es del César.

Ya basta. Ya basta de esta inmoral dictadura de las “buenas formas”. No creo que necesitemos más “decoro” en los asuntos públicos, sino más verdad y rigor en la defensa de los postulados. Yo, desde luego, prefiero seguir indignándome frente a la mentira y el juego sucio. Aunque a veces me fallen las formas. Aunque sea un punto débil.