“Sí. Y Hollywood también, pero en el sentido contrario”. Así contestó el cineasta Ken Loach cuando le preguntaron si lo que él hacía era cine “político”. Lo que revela esta respuesta es fundamental. Tendemos a creer que lo que se nos viene dado, lo que no cuestiona desde un punto de vista crítico el orden existente, no contiene aspecto político alguno. Pensamos que tomar partido por lo establecido es no tomar partido.

Así, una película sobre el conflicto irlandés filmada desde el punto de vista del IRA (“El viento que agita la cebada”) o sobre la dramática situación de la clase obrera británica tras la era Thatcher (“Riff-Raff”) pertenecería indiscutiblemente al subgénero del cine político. No obstante, “Salvar al soldado Ryan” no sería una cinta política, sino “bélica”, del mismo modo que las comedias románticas que optan por reflejar como la norma un tipo de relación ente hombre y mujer (y no otro) quedarían al margen de cualquier connotación ideológica. El político es el otro. El diferente, el que propone una visión alternativa. Y el que calla y no se pronuncia no está optando por la complicidad con el poder, sino por una supuesta neutralidad.

Lo que ocurre con el cine se puede trasladar a cualquier ámbito de la vida. También al deporte, concretamente al fútbol. Hace unos días, el F.C. Barcelona se adhirió a un pacto en favor del referéndum catalán. “¡No mezclemos fútbol y política!” comenzaron a gritar los bienpensantes, asumiendo que la política es algo que está al margen del fútbol y que sólo penetra cuando se llevan a cabo decisiones como la del equipo de Luis Enrique. En las comedias románticas y las epopeyas hollywoodienses sobre la II Guerra Mundial no hay política; tampoco la hay en una competición en la que la inmensa mayoría de los equipos que participan son empresas privadas que buscan maximizar beneficios y reducir gastos o donde hay un trofeo que se llama Copa del Rey. Tampoco habría política si, por ejemplo, el Real Madrid (o cualquier otro) hubiera secundado un manifiesto en favor de la unidad de España. No vemos ningún problema (ojo, yo tampoco) en que haya banderas españolas en las gradas de los estadios, pero si nos molesta que haya esteladas.

La clave es la misma. Igual que el amor romántico es algo hegemónico y, por lo tanto, interiorizado, “despolitizado” y asumido como “lo normal”, también es “lo normal” y lo “apolítico” que el fútbol sea un negocio gigantesco dominado por grandes empresarios y jeques o que quien está a gusto con la idea predominante de España y con la monarquía pueda expresar sus ideas públicamente, censurando, en cambio, a quien pretenda mostrar una idea diferente, acusándole de querer “politizar” lo que es “apolítico”. Lo establecido está fuera de lo político y, por lo tanto, debe ser aceptado y respetado. Lo no establecido es político y debe quedar fuera.

La diferencia con el cine es que, aunque en el séptimo arte se consideren “políticas” sólo las películas que cuestionan la relación de poder existente, se permite “lo político”. Es decir, no hay ningún problema en que Ken Loach o Costa-Gavras decidan “dar la tabarra” con su izquierdismo al público que va a ver sus obras. Allá ellos si quieren tener la etiqueta de directores políticos. En el deporte, sin embargo, sí que hay problema. En el cine se acepta que haya autores que decidan “politizar” su arte; en el deporte, no. La idea que subyace tras esta realidad es perversa: el deporte es algo bonito y puro, mientras que la política (es decir, el debate constante acerca de los problemas colectivos) es algo turbio y feo que mancha todo lo que toca (incluida la cultura, ese nido de “politizados”). Los héroes que se dedican a lo primero no deben tener ningún contacto con aquello que corrompe el alma de los villanos que ejercen lo segundo. Vamos, el “Haga usted como yo y no se meta en política” que dijo el dictador. El “Niño, no te signifiques” de toda la vida. Una oda a la resignación, el silencio, la conformidad y el servilismo. A lo peor de nuestra Historia.