Desde el debate de investidura, hace ya un par de semanas, muchas han sido las voces que han exigido disculpas públicas de Pablo Iglesias a Felipe González. Felipe puede insultar. Puede mentir. Puede faltar. Pero a él se le debe un respeto que ni las verdades manchadas del probado terrorismo de estado pueden vulnerar.

En nuestro país, tenemos asumido un relato sobre la Transición que tiende a hablar de aquellos días de un modo acrítico, proyectando a los miembros de la clase política de entonces como poco menos que dioses. La consecuencia inevitable de revisar de forma tan idílica nuestro pasado reciente no es otra que la de terminar despreciando y minusvalorando todo lo actual, pues ante una epopeya repleta de héroes, insobornable altura de estado, generosidad incondicional y responsabilidad patriótica, la vulgaridad e imperfección humanas se muestran incapaces de competir. Felipe González es una de esas vacas sagradas, un santo laico intocable. Si Pablo Iglesias le habla de tú a tú, Pablo Iglesias desprecia la memoria del país. Y eso es intolerable.

El “espíritu de la Transición” es un recurso político que sirve a intereses políticos. No por casualidad Albert Rivera recurra tanto a la figura de Adolfo Suárez. O incluso a la de Carrillo (provocando la genial reprimenda pública de Alberto Garzón: “Como dirección del PCE le digo que no use nuestra historia para justificar sus acuerdos”). La nostalgia sirve políticamente. El “Cualquier tiempo pasado fue mejor” tiene consecuencias en nuestra mentalidad, en el imaginario colectivo. Lo anterior siempre se ve con las gafas de la perspectiva histórica: lo anterior, lo que estudiamos, es “historia”, es algo grande. Lo de hoy es simple “actualidad”. Y lo actual carece del componente épico de lo histórico.

El pasado sábado por la noche, varios periodistas entrados en años volvían a repetirnos, por si se nos había pasado por la cabeza la idea de mirar con algo de valoración positiva la historia que en nuestros días estamos escribiendo, que lo que está ocurriendo ahora es basura. Que no hay nivel. Que quienes hicieron política con mayúscula fueron ellos y ellas, su generación. Tras su gesta, la historia se acabó. Todo es mediocridad hoy día.

No pudo faltar Victoria Prego. Al fin y al cabo, si pensamos como pensamos la Transición es, en gran parte, gracias a su serie de documentales en la que lo fundamental para entender la política, para entender el paso de la dictadura a la democracia en nuestro país, no reside en el pueblo, ni en los agentes sociales, ni en la correlación de fuerzas entre distintos campos, ni en la coyuntura internacional, sino en un puñado de hombres que, como la madre que alumbra a sus hijos, nos enseñaron el camino de la libertad. Hombres libres de la imperfección que asola a esta generación nuestra tan burda y carente de valía. Héroes insobornables. Estadistas generosos. Patriotas responsables. Protagonistas de un relato que nos dice y nos repite que no valemos nada.