Al principio de “Las venas abiertas de América Latina”, Eduardo Galeano nos dice que “la división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder”.

Es una cita que he utilizado en varios escritos y que, creo, constituye una síntesis perfecta de lo que Andre Gunder Frank y otros popularizaron en la década de los años sesenta a través de las “teorías de la dependencia” que, posteriormente, servirían de base para la gigantesca obra de Immanuel Wallerstein, referente absoluto de los estudios acerca del “sistema-mundo”.

Lo que tanto Galeano, como Gunder Frank y Wallerstein nos vienen a decir es, básicamente, que el llamado “subdesarrollo” no es una fase previa del desarrollo, sino su cara oculta: para que existan países ricos hacen falta países pobres. Para que exista un centro económico debe existir una periferia económica, un “desarrollo del subdesarrollo”. Partiendo de esta tesis, las “ayudas” de los países del centro a los de la periferia no tendrían como objetivo, en ningún caso, un desarrollo real y digno de estos, sino el mero mantenimiento de las condiciones que permiten que los recursos y la mano de obra autóctona puedan seguir siendo aprovechados por las potencias económicas. Los ricos no ayudan a los pobres; se ayudan a sí mismos a seguir robando a los pobres.

La aceptación de esta visión del mundo nos sitúa en la difícil tesitura de tener que asimilar que la cuestión de la inmigración y la pobreza representa un desafío que, de querer ser superado, implicaría cambiar los cimientos que sujetan toda una estructura. También podemos hacer lo contrario y aceptar explicaciones simplonas que nos permitan desentendernos. Si populismo es ofrecer soluciones sencillas a problemas complejos, no hay mayor ejercicio de populismo que decir, como ha hecho el presidente Vivas, que la culpa de todo pertenece a las mafias que se lucran con el éxodo producido por la miseria. Lo difícil (y que supone dolores de cabeza y sacrificios) es hablar de estructuras, sistemas, dinámicas e intereses macroeconómicos y geopolíticos; lo fácil (y populista) es reducirlo todo a un mero problema de delincuencia.

En realidad, aquellos que, como el señor Vivas y su partido, se dedican a loar las maravillas del llamado “libre mercado”, no deberían ver en la actividad de dichas mafias problema alguno. A fin de cuentas, representan el espíritu y la esencia del capitalismo puro. Algunos pensamos que allí donde existe una necesidad debe nacer un derecho. El capitalismo, en cambio, tiene una lógica diferente: allí donde hay una necesidad, nace un negocio. Las mafias ven una demanda y crean una oferta que la cubre. No hay nada más inhumano. Nada más capitalista.

Lo cierto, y que a nadie con dos dedos de frente se le escapa, es que las mafias no son las culpables de que el Mediterráneo se haya convertido en la mayor fosa común del mundo ni de que millones de personas abandonen su hogar y todo lo que han conocido para intentar vivir con dignidad. Las mafias, como pequeños actores portadores del espíritu del mercado, sacan provecho de esta situación, pero no la crean. Mientras no asumamos que, efectivamente, existe una división internacional del trabajo que condena a una parte del mundo a ser la eterna perdedora del juego, existirá oferta donde la necesidad crea demanda. Tal vez, los estúpidos que todo lo solucionan diciendo “Mételos en tu casa” ignoran esta realidad. Pero Juan Vivas no es ningún estúpido.