Inevitable vergüenza

Puerto Príncipe, cada vez más Prince Harbour, se levanta envuelto cada día en una suerte de pseudo normalidad que no logra, sin embargo, que la máquina vuelva a funcionar; demasiadas piedras en el engranaje, y nunca mejor dicho, para poder solucionar todo lo que lleva sumido en las tinieblas desde hace décadas.

 

Yo ya veo el final de mi misión, y desde luego no lo hago con alegría. Haití me ha enganchado, y su gente más aún…de mis compañer@s de misión, corazones abiertos de par en par, hablaré mañana. Sólo un apunte: son puro estilo Cruz Roja Española, to@s. El Sol de justicia cae con fuerza en este invierno haitiano en que, beber agua a montones, se ha vuelto otra de las maneras de mantenerse en pie con cierta garantía.

 

Es precisamente ese Sol el que me hace un seguimiento brutal durante todo el día. Me rindo a la evidencia: estoy agotando la reserva de mi particular gasolina (¿de dónde los haitianos la suya?) y el cuerpo lo traduce en típicas sintomatologías. Tod@s estamos igual. Sin importancia pues. Las camisetas de Cruz Roja se empapan de sudor; es como si Haití ya supiera que pronto nos iremos y quisiera marcar su territorio en nosotros. Tarea supérflua, ya está más que marcado por este territorio caribeño tan alejado de los estereotipos de piña colada, mojitos y música pegajosa. Tras una cita fallida con una cadena de televisión (la realidad de Madrid es radicalmente distinta a la de aquí) decido llevar a cabo una labor de reconocimiento con la Cruz Roja Alemana en los muchos asentamientos esparcidos por la capital de Haití.

 

Para poder distribuir, hace falta primero tener una estimación concreta de las necesidades y la cifra más exacta posible de los beneficiarios. Se trata de dar a quien lo necesita y no dejar a nadie que lo necesite fuera. Fácil no es, pero así debe ser.

 

Los campamentos se suceden y ninguno es diferente del otro. Falta de saneamiento, calor, mucho calor, moscas, muchas mocas, miradas perdidas pero no ausentes son, en todos los casos, el denominador común de los asentamientos que, según los datos que se manejan, podrían ascender al millón de personas. Pero es sólo una de las patas del banco de la tragedia de los desplazados de Haití. La segunda pata son aquellos que han decidido, y han podido, alojarse temporalmente en casa de familiares….aunque la temporalidad es una variable tremendamente elástica en este caso. La última pata, pero no la menos importante, es la de mujeres, mayores y heridos que se han quedado en las inmediaciones de sus casas semi destruidas (sólo semi, que bien utilizamos los eufemismos) y se resisten a dejar lo único que tienen, aunque sólo sea en forma de cascotes y escombros. Al final, las excavadoras o las réplicas acabaran con su numantina actitud de resistencia, una suerte de inútil intento de negar la realidad.

 

Pero en los campos, cada vez más poblados, la sensación no es de temporalidad sino de definitiva. Ya se pueden ver carteles publicitarios en lo que se ofrece recarga de batería de móviles(a falta de una red fija, los móviles se utilizan sin cesar en Haití), peluquerías, puestos de chucherías o de pinta uñas e incluso un pequeño recinto delimitado por cuatro palos en el que una televisión desvencijada sirve para dar crédito al pomposo cartel de cine capitol escrito con tiza. Todo se organiza, se prepara, se asienta; está claro que aquí todos saben perfectamente de que va la cosa.

 

Otra de las cosas que sorprende (y no se por qué me tiene que sorprender además) es la organización interna de los asentamientos. De una forma absolutamente espontánea, se han organizado en comités que son los encargados de vehicular la ayuda. Ingrata tarea esta aquí y donde se tenga que trabajar a favor de los demás por el sólo hecho de hacerlo, sin más interés que el de la comunidad. En uno de ellos, de corte religioso, el pastor es la cabeza visible mientras el maestro juega el papel de hombre duro. Sabe que en situaciones tensas a veces se impone una línea dura y él lo hace a la perfección.

 

Mientras se reparten unos tickets que, en el día de mañana jueves, darán derecho a la ayuda, el maestro establece una conversación conmigo. Vuelve a coincidir que esto no es sólo un problema de terremoto, es un problema de pobreza extrema o de miseria endémica, como decidan llamarlo.

 

El final de la conversación siempre es el mismo. “¿nos ayudará la comunidad internacional?” eso espero, contesto, eso espero. Vergüenza incontrolada. En otro campo, la organización es aún más perfecta. Como nadie tiene trabajo, se ha establecido un censo en que todos tienen que decir cual es (perdón era) su trabajo/oficio y desarrollarlo en el seno del campamento. Funciona.

 

En ese campamento, los Marines llegaron prometiendo de todo. Muchos días después, como era de prever, la famosa y cacareada ayuda de los EE.UU se quedó aquí, como en otros sitios, pasto de las promesas incumplidas.

 

Es evidente que los haitianos saben diferenciar el grano de la paja y saben quien es quien en esta partida de ajedrez.

 

Saben que Cruz Roja Española va camino de los cuatro millones de litros de agua repartidos, que la Cruz Roja Alemana terminará en breve su hospital y que los noruegos siguen funcionando a tope en el hospital anexo del hospital general.

 

Saben perfectamente que los chicos de los Hummer tienen la intención de quedarse y el hecho de que nadie quiera darse por enterado no deja producirme una inevitable vergüenza.

Inevitable vergüenza


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