Hay algo que se le debe reconocer al Partido Popular ceutí y es su habilidad a la hora de construir discursos y relatos capaces de hacer pasar a su formación como la representante del interés de la mayoría. Esa transversalidad en Ceuta, con Marruecos reivindicando históricamente la soberanía sobre la ciudad, ha pasado y pasa irremediablemente por lograr encarnar, en exclusiva, la defensa de la españolidad. Es decir, por transmitir que el compromiso del resto de formaciones políticas en ese área es menor, cuando no directamente inexistente y, por lo tanto, cómplice de la monarquía alauita.

Cualquier debate público tanto de ámbito estatal como local puede ser utilizado de manera rentable en ese sentido. El “problema catalán”, lejos de ser una excepción, cumple con todos los requisitos para tan despreciable empresa. La sucesión de falsos silogismos es la siguiente: todo el que crea que permitir votar a los catalanes es una buena idea está directamente a favor de la independencia de Catalunya; estar a favor de la independencia de Catalunya es estar a favor de entregar Ceuta a Marruecos; ergo, decir que los catalanes deben votar es decir que Ceuta debe ser de Marruecos. ¿Es todo una estupidez? Por supuesto que sí. ¿Utiliza el PP esta estupidez? Por supuesto que también. ¿Por qué? Porque siempre le ha funcionado.

El ruido, los “vivas” a España (o a los lemas franquistas, como en el caso de Yolanda Bel) sin venir a cuento, los gritos, las burdas mentiras y las descalificaciones a la hora de intentar abordar esta cuestión fundamental dan fe del poco interés de la derecha española por tratar de buscar soluciones a los conflictos políticos. Y del escaso respeto de la derecha local por Ceuta y su gente, a quienes trata de asustar continuamente con la “teoría del eslabón más débil”: “Ceuta y Melilla son los dos territorios con un encaje más débil en el entramado constitucional y si empezamos a permitir que haya territorios que elijan su destino, Ceuta y Melilla dejarán de ser España”. La segunda parte de la teoría es mentira. La primera parte, no obstante, sí es cierta. Lo que ocurre es que el PP obvia los motivos por los que, efectivamente, ceutíes y melillenses somos “españoles de segunda”. Necesitan ocultar su aquiescencia en este terreno.

Como es sabido, la Constitución Española prevé la posibilidad de que ceutíes y melillenses estemos bajo la misma naturaleza administrativa que el resto. Es el contenido de la Disposición Transitoria Quinta: “Las ciudades de Ceuta y Melilla podrán constituirse en Comunidades Autónomas si así lo deciden sus respectivos Ayuntamientos, mediante acuerdo adoptado por la mayoría absoluta de sus miembros y así lo autorizan las Cortes Generales, mediante una ley orgánica, en los términos previstos en el artículo 144”. Durante toda la década de los años ochenta y la primera mitad de los noventa, los gobiernos estatales del PSOE, bien con amplias mayorías, bien con minorías muy mayoritarias, vetaron la posibilidad de dar traducción política a la voluntad de los ayuntamientos democráticos de nuestra ciudad. En 1995, previo pacto con el PP, se acordó convertir a Ceuta y Melilla en “ciudades con estatuto de autonomía”, una especie de híbrido entre municipio y Comunidad Autónoma que el Partido Popular vendió como “medida provisional” hasta que tuviera una correlación de fuerzas favorable. En 1996, Aznar llega al poder y la promesa cae automáticamente en el olvido. Desde entonces, Ceuta es llamada continuamente “Ciudad Autónoma”, un término que, sin embargo, no viene recogido en la Constitución, donde se dice expresamente que “el Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan” (art.137 CE).

Marruecos no puede consentir que Ceuta y Melilla sean iguales que el resto de territorios porque ello sería una confirmación de su españolidad y, por ende, una complicación para la eterna reivindicación marroquí. Se puede entender que, desde la Moncloa y las Cortes Generales, uno tenga más presentes los beneficios geopolíticos que proporciona una buena relación con Marruecos; lo que es más difícil de justificar es que los políticos ceutíes de las dos formaciones históricamente mayoritarias hayan abandonado toda reivindicación en los órganos internos de sus partidos, pasando a defender públicamente sin escrúpulos lo que saben que es una claudicación ante el régimen de Mohamed VI en su empeño por mantener a nuestra ciudad en un “terreno de nadie”.

Conviene tener todo esto presente cada vez que el PP enarbola la bandera o pretende hacer pasar el apoyo al derecho de autodeteminación de Catalunya por apoyo a la independencia. Mantener esto es tan absurdo como decir que quien está a favor de que haya elecciones está automáticamente a favor de que las gane un partido concreto. Por otro lado, es igualmente ridículo sostener que permitir a la ciudadana catalana expresar su voluntad en las urnas tiene consecuencia alguna para la españolidad de Ceuta. En Ceuta no existe tal debate. La práctica totalidad de los ceutíes, con independencia de credos, nos sentimos españoles. Es más, aun con la oposición de PP y PSOE, siempre hemos encauzado nuestras luchas en este terreno hacia una reconocimiento de más españolidad, no de menos. Lo que ocurre es que aquí entra en juego otro elemento: la islamofobia.

Si el Partido Popular está empeñado en que el derecho de autodeterminación de Catalunya sea constitutivo de pánico entre la población ceutí, es porque quiere hacer creer que, en caso de que alguna vez ocurriese algo así en nuestra ciudad, la población ceutí musulmana optaría por apoyar a Marruecos. Quieren que este prejuicio siga latente porque así ellos pueden mantener (entre la población cristiana) la falsa carta de “defensores de la españolidad”, no ya frente al estado marroquí, sino frente al “enemigo interno”. Una estrategia sucia, irresponsable y peligrosa para la convivencia.

Tanto los ceutíes como el resto de españoles nos merecemos que lo que ocurre en Catalunya sea tratado con más rigor, menos apasionamientos y sin trampas partidistas, pues nos encontramos ante un tema que ha atravesado, desde siempre, la historia de nuestro país. Da igual a qué periodo histórico nos remontemos, el encaje de las naciones periféricas siempre ha sido cuestión central en la agenda política. Tres fueron los principales problemas políticos que la II República Española trató de resolver: separación Iglesia-Estado, reforma agraria y configuración territorial del Estado. Por supuesto, se encontró con la oposición directa del clero en el primer caso, de la burguesía agraria en el segundo y de las élites militares en el tercero, sectores que encabezarían un golpe de Estado que se saldaría con una dictadura que prohibiría cualquier debate durante cuarenta años. En la Transición, la discusión se retomó. Como recuerda Enric Juliana en un reciente artículo titulado “Naciones”, el PSOE, desaparecido durante la dictadura y renacido en Suresnes, recogerá en sus estatutos el derecho de autodeterminación y sólo dejará de hablar de ello tras el fallido golpe de Tejero en 1981. En ese sentido, el 23-F fue un éxito.

Hay ciertos temas en nuestro país que, desde ciertos estamentos, nunca se han querido discutir y que siempre se han zanjado mediante patadas en la puerta, pronunciamientos militares e imposiciones. Algunos, con sus algarabías y sus apelaciones al miedo, desean que esto continúe siendo así, ignorando que en Catalunya existe un problema que, siguiendo al Catedrático de Derecho Constitucional, Javier Pérez Royo, “ya no tiene solución dentro de la Constitución y que, por lo tanto, requiere de una respuesta política a la que luego habrá que darle forma jurídica”. Porque es la democracia la que es la base de la ley y no al revés. Quien no entiende esto no sólo no es demócrata, sino que tampoco quiere a su país. Por muchas banderas que bese.