Hace unos meses, con motivo de la Feria del Libro, nos visitaba el poeta Luis García Montero. Entre las múltiples claves que sus dos charlas nos dejaron acerca del oficio literario, se colaron, como era de esperar en un intelectual comprometido desde siempre con los problemas de su tiempo, bastantes elementos concernientes a su visión político-social. Un enunciado se me quedó grabado y, desde entonces, me viene a la mente con bastante frecuencia: “Reivindico el derecho a la admiración”.

El “todos son iguales” funciona no sólo como excusa perfecta que nos libra de los “dolores de cabeza” que supone pensar, sino que, para colmo de colmos, nos sitúa, de cara a la galería, en el bando oficial de quienes sí que han sido capaces de ver “la verdad” de las cosas frente a los “pobres ingenuos” que aún siguen creyendo en que el ser humano puede y debe ser decente, honrado, leal y solidario.

En tiempos de corrupción, desengaño, gritos y rumorología elevada a la categoría de Hecho, defender la existencia de referentes éticos se convierte en un acto revolucionario. El “todos son iguales” funciona no sólo como excusa perfecta que nos libra de los “dolores de cabeza” que supone pensar, sino que, para colmo de colmos, nos sitúa, de cara a la galería, en el bando oficial de quienes sí que han sido capaces de ver “la verdad” de las cosas frente a los “pobres ingenuos” que aún siguen creyendo en que el ser humano puede y debe ser decente, honrado, leal y solidario.

Que el poder haga uso de las lógicas que desactivan los lazos fraternos que nos funden en comunidades solidarias y defensoras de los derechos colectivos es lo más normal del mundo

Este cinismo generalizado contribuye, obviamente, a que todo siga como está. Al Partido Popular (y a las formaciones que comparten su ideología y lo sostienen en el Gobierno) le viene fenomenal que nadie esté dispuesto a creer en la bondad y que todos estemos dispuestos a creer, a pies juntillas y sin exigir un mínimo de argumentación, en la maldad intrínseca de cualquiera que se atreva a defender públicamente un postulado político diferente al dominante. Más vale malo conocido que bueno por conocer. “Estará más que demostrado que somos una panda de ladrones, sí, pero peores son los que vienen, por más que jamás hayamos sido capaces de probar ninguna de las barbaridades con las que cada día les atacamos”.

Que el poder haga uso de las lógicas que desactivan los lazos fraternos que nos funden en comunidades solidarias y defensoras de los derechos colectivos es lo más normal del mundo. El problema de mayor calado surge cuando el modo de proceder del adversario es capaz de penetrar, no sólo en los sectores apáticos y descreídos, sino en el interior de las propias formaciones que pretenden hacerle frente. Aparecen entonces las desconfianzas y los recelos y, por ende, la (tan ansiada por sistemas que se nutren de la atomización) división.

Muchas veces, somos los sectores del campo de la emancipación los que más hacemos por que la justa y tan necesaria reivindicación del derecho a la admiración se quede en una bonita ocurrencia de poetas.

En Ceuta, este ha sido un mal endémico desde (casi) siempre: el surgimiento de colectivos no destinados a la representación de espacios huérfanos o a la ampliación de espacios ya existentes, sino a la mera lucha cainita por aquello que ya representa alguien (previamente demonizado para así sumar adeptos a la causa). Muchas veces, somos los sectores del campo de la emancipación los que más hacemos por que la justa y tan necesaria reivindicación del derecho a la admiración se quede en una bonita ocurrencia de poetas.