El enfoque de género supuso un salto cualitativo importante en el estudio de las ciencias sociales al trasladar el análisis a un nivel más estructural. Hablamos de un cambio de paradigma que se puede ejemplificar a través de un planteamiento de García León: en vez de preguntar, por ejemplo, por qué las mujeres se interesan menos por la actividad política, debemos preguntar qué tiene la política que hace que las mujeres tengan menos interés en ejercerla. Se desindividualiza el problema, poniendo el foco en las estructuras, en las relaciones de poder, visibles o invisibles, que operan y que son las que explican los comportamientos individuales. Del mismo modo, la violencia de género pasó a estudiarse desde otros parámetros. A la hora de comprender por qué tantas mujeres en situación de maltrato no abandonan a sus maridos, ya no se puede aludir a una cierta “esencia sadomasoquista” femenina, sino al análisis de una sociedad con un reparto desigual de poder tanto en la esfera pública como privada y a la construcción histórica de la masculinidad y la feminidad. En definitiva, a una “estructura” social de la que deriva lo demás.

En ese sentido, Jorge Moruno nos regala una reflexión reciente, con la lucha del taxi contra UBER como telón de fondo. Nos recuerda como los argumentos de quienes defienden a UBER apelan siempre al “buen servicio”: son rápidos, baratos, confortables. Tienen cargadores para el teléfono y los conductores con muy simpáticos. Vemos como todo se analiza desde la óptica del que paga, ignorando cualquier cuestión referente al modelo de ciudad que se contribuye a fomentar, a los salarios, las condiciones laborales, la fiscalidad, etc. Así, lo que me hace valorar si algo es positivo o negativo en términos generales responde únicamente a si ese algo es capaz de responder a mis exigencias individuales y concretas.

Lo más relevante de la reflexión de Moruno, sin embargo, creo que reside en lo siguiente: “No es un ataque moral a quien usa UBER, Netflix, Amazon y un infinito etcétera. Para cambiarte a ti mismo debemos cambiar el mundo”. Esa frase, cambiar el mundo para cambiar nosotros, supone un disparo en plena línea de flotación a un pensamiento hegemónico actual que no busca otra cosa que la resignación y la culpabilización e impotencia del individuo. Y es que el famoso eslogan de azucarillo que nos insiste en que para cambiar las cosas, debemos cambiar nosotros, oculta una idea perversa.

Vivimos en un mundo globalizado y complejo en el que cualquier acto rutinario guarda conexión con relaciones de poder desarrolladas a miles de kilómetros. En pocas palabras: todos, en el momento en que vivimos en un mundo capitalista, formamos parte, queramos o no, de las relaciones de producción capitalistas. Tomarte un café, abrir el grifo, encender la tele, comprar una camiseta, coger el autobús, salir a cenar, navegar por internet, llamar por el móvil, conducir, consumir un refresco. Todo lo citado no tiene, en sí, nada de malo. Sin embargo, es muy probable que a la hora de encender el ordenador para algo tan poco sospechoso de acto malvado como leer un artículo o escuchar una canción, estemos formando parte de alguna relación de explotación en vete tú a saber dónde. ¿Es malo escuchar una canción? No, lo malo es una estructura mundial en la que escuchar una canción o meter dinero en una cuenta de ahorros nos convierte en cómplices de alguna canallada. Fernández Liria lo explica de forma magistral: “La cuestión moral más acuciante es qué responsabilidad tenemos en que determinadas estructuras perduren y qué estaría en nuestra mano hacer para sustituirlas por otras. Es obvio que eso pasa por la acción política organizada y no por el voluntarismo moral que intenta inútilmente apartarse de la maquinaria del sistema. (…) En suma, vivimos en un mundo tan inmoral que no tiene soluciones morales (…) La cuestión no es la de si puedo beber menos Coca-Cola o llamar menos por el móvil para participar lo menos posible en esta matanza. La cuestión es cómo y de qué manera localizar los centros de poder que la generan. Mi responsabilidad en la matanza no es la de llamar por el móvil. Mi responsabilidad es la de aceptar vivir en un mundo en el que llamar por el móvil tiene algo que ver no sé con qué guerras en el continente africano. Es el mundo lo que es intolerable, no nosotros. Pero sí es intolerable que aceptemos de brazos cruzados un mundo intolerable”.

Lo que podemos deducir, en última instancia, es que los actos individuales no son universalizables y, por lo tanto, jamás podrán cambiar el mundo. Sólo sirven para aliviar, falsamente, nuestra conciencia. Puedes renunciar a tener un Smartphone si eso te hace sentir mejor, pero seguirás participando en la matanza a través de otros mil actos cotidianos necesarios para el normal desarrollo de una vida corriente y digna. Incluso si te vas a una cueva a cultivar tomates y a coserte tu propia ropa (un gesto más bien egoísta que no busca cambiar nada, sino la felicidad y la “pureza” propias). No ser cómplice de la barbarie capitalista en un mundo capitalista sólo puede conseguirse a través de un tiro en la sien. No parece muy buen negocio.

Por lo tanto, es importante que quienes, claramente, nos posicionamos en el lado del cambio, no caigamos en la trampa tendida por el enemigo. No podemos comprar al idiota de Risto Mejide intentado hacernos ver que Gabriel Rufián es un hipócrita por criticar a Amancio Ortega mientras lleva una chaqueta de Zara. Si compramos esa estupidez, estaremos poniendo de nuevo el foco en la culpa y la naturaleza “sadomasoquista” de la mujer maltratada.

No podemos explicar las relaciones de poder partiendo del elevado número de gente que consume telebasura, algo que no conduce a entender nada y que nos encierra en el lamento, el lloro, la bronca, el alejamiento y la nostalgia de un mundo maravilloso. Es al revés: el elevado número de gente que consume telebasura deriva de los valores que impregnan las relaciones de poder, las estructura existentes. Lo que la gente hace, y que en muchas ocasiones es difícil que deje de hacer, tiene explicaciones políticas.

Por lo tanto, tal vez, lo inteligente no sea renunciar a hablar por el móvil para no participar en matanzas a miles de kilómetros ni culpar, desde una atalaya moral, a la mujer maltratada que no abandona a su marido o a la trabajadora o el trabajador que cuando llega a casa cansado elige encender la tele y ver a Belén Esteban, sino tratar de comprender cuáles son los mecanismos y los dispositivos culturales e institucionales que sientan las bases para que todo eso suceda y, por ende, tratar de cambiarlos. En definitiva, sentirnos culpables por vivir en el mundo en que vivimos y tratar de hacer sentir culpables a todos los demás tal vez sea una victoria de un enemigo que sabe que eso sólo lleva a la individualización de los problemas y, por lo tanto, a la resignación.