Cuando tuve que subir a la capital hace un par de meses para estar presente en el Consejo Ciudadano Estatal de Podemos, un amigo me recomendó, por aquello de no entrar en nada que pudiera ser perjudicial para los intereses de nuestro territorio, que no se me notara mi “pablismo”.

Unos días después, otra compañera, al ver que por falta de información acerca de los contenidos del programa me era imposible posicionarme a favor de un modelo u otro en la disputa por la comunidad madrileña, sentenció: “Tú eres errejonista”.

A menudo, entre los propios compañeros tendemos a comunicarnos con las mismas etiquetas simplistas que los medios y los adversarios utilizan, precisamente, para debilitarnos. Si eres “pablista”, eres “extremista”; si eres “errejonista”, eres moderado. Hablamos de dos conceptos que en realidad vienen a situarnos, de una forma u otra, en la derrota: ser extremista implica ser marginal. Ser moderado quiere decir ser funcional al régimen, estar cooptado por el poder. Pareciera así, que Podemos tuviera que enfrentarse, tras apenas tres años de vida y cinco millones de votos, al mismo dilema al que tuvo que enfrentarse el PCE en los años de la transición: elegir la mejor manera de suicidarse.

Nada más lejos de la realidad, la diferencia entre los análisis de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón es de un carácter mucho más refinado y tiene que ver con la lectura que debemos hacer de la subjetividad de nuestro pueblo. El 15M abrió una grieta por la que aquellos que siempre habían sido invisibilizados por la opinión pública tenían la posibilidad de hablar a una mayoría social. A diferencia de los procesos de América Latina, donde las crisis de estado provocadas por el huracán neoliberal sí permitieron un discurso, tal vez, más rupturista con todo lo anterior, en España la crisis se tradujo en un sentimiento desesperadamente conservador: queremos conservar todo lo bueno de nuestro sistema frente a los revolucionarios financieros que desean arrasar con la Educación Pública, la Sanidad, el sistema de pensiones, los derechos laborales o el derecho a tener un techo.

No era el momento de una izquierda revolucionaria, sino de una fuerza popular que se limitara a defender la democracia frente a un poder económico que la convierte en una farsa. (Básicamente, lo que, siguiendo a Fernández Liria, siempre tenían que haber hecho los marxistas). Y así se hizo. Con unos resultados sin precedentes.

El debate actual estriba en si ahora hay que seguir haciendo lo mismo o, por el contrario, consideramos que se han producido transformaciones en la sociedad que exigen un cambio en la forma de construir mayorías. De qué manera se es “transversal”, se llega a “los que faltan”. Nadie quiere perder capacidad transformadora y nadie quiere convertirse en la izquierda marginal del régimen. Plantear el debate en esos términos es situar al compañero que piensa diferente en algo “afuera” de Podemos.

Si los ciudadanos eligieran a sus gobernantes en base a su posición en el sistema productivo y no en base a una identidad creada mediante diferentes dispositivos culturales e ideológicos, los partidos al servicio de los poderes fácticos nunca ganarían las elecciones. Es la eterna diferencia entre ser “clase en sí” y “clase para sí”. La diferencia entre lo objetivo y lo subjetivo. Es aquí donde entra el concepto de “clase media”. Mientras Íñigo Errejón considera que la clase media continúa siendo el concepto identitario al que apelar para poder conformar un “nosotros” lo suficientemente amplio para conseguir ganar, Pablo Iglesias opina que se abre un momento en el que el “clasemedianismo” pierde fuerza entre unas clases proletarizadas cada vez más conscientes de su condición y más receptivas a discursos rupturistas. Esta diferencia en los análisis condiciona toda praxis posterior. Por eso, el debate es tan importante. Y tan hermoso.