- Reconozco que va progresando. Pasar de tildar de “chusma” a los nuevos alcaldes y alcaldesas de las candidaturas de Unidad Popular a emplear el inocente término “papanata” constituye un salto cualitativo que es de agradecer.

Tal vez, en un futuro próximo, nuestro diputado Francisco Márquez sea capaz de hablar de sus rivales políticos sin hacer alarde de su patético clasismo y sin entrar en insultos y descalificaciones. Algunos intentamos hacerlo, costándonos bastante al ser testigos del grado de corrupción y podredumbre que rodea todo lo que tiene que ver con el Partido Popular. A un representante público con tantos años de trayectoria es lo mínimo que se le debe exigir. Creo.

Francisco Márquez dice que Manuela Carmena y el gobierno de la ciudad de Madrid son unos papanatas por querer cambiar los nombres de las calles franquistas de su ciudad. Son unos papanatas, además de unos sectarios, claro. Sectarios, populistas, demagogos y totalitarios. Estos son los conceptos que, hagan lo que hagan los hombres y las mujeres de Carmena, vamos a estar leyendo y escuchando continuamente por parte de la derecha.

Madrid es ya un Moscú estalinista plagado de soviets que conspiran para acabar con la civilización cristiana y occidental. No hay problema en que Telemadrid se haya convertido en un vergonzoso órgano de propaganda al servicio del modelo neoliberal defendido por el PP, que, no lo olvidemos, continúa gobernando en la Comunidad. Eso sí, que el Ayuntamiento gobernado por Ahora Madrid estrene una página web para contestar a ciertas informaciones, pudiendo así los ciudadanos acceder a más fuentes y, por lo tanto, tener a su disposición diferentes perspectivas que comparar a la hora de formarse una opinión que no dependa exclusivamente de la verdad oficial de unos medios en manos de conglomerados empresariales hostiles al nuevo gobierno, implica que nos adentramos en “1984”, de George Orwell. El grado de desfachatez discursiva de los padres de la “Ley Mordaza” a la hora de acusar a los demás de antidemócratas traspasa los límites de la vergüenza.

Que la condena al fascismo continúe siendo motivo de debate y disputa en nuestro país revela la diferencia que existe entre España y el resto de Europa. Mientras que en Francia o Alemania, por poner dos ejemplos, los partidos conservadores van de la mano de los progresistas al situarse en el bando de la Resistencia Antifascista, la derecha española se escuda en “el espíritu de la Transición” para perpetuar un relato que reparte culpas y mete en el mismo saco a víctima y verdugos, a quienes murieron defendiendo el orden constitucional y la democracia y a quienes lo hicieron en nombre de la dictadura y el totalitarismo. Claro que en Europa ganó la democracia. Aquí, lo hicieron sus enterradores. Y la historia la escriben los vencedores. “Los dos bandos hicieron cosas horribles” nos dicen. Como si eso fuera un argumento, como si no fuera eso algo propio de cualquier conflicto, como si existiera alguna guerra en la que no se cometieran atrocidades por todas las partes. Lo importante es lo que cada bando defendía y resulta evidente que la derecha de nuestro país sigue prefiriendo no hablar de aquello, sigue teniendo problemas a la hora de reconocer a quienes dieron su vida por las libertades, el progreso, la razón y los derechos sociales.

Hablar del pasado para entender nuestro presente no es reabrir heridas. Más al contrario, si existe la necesidad de recordar y reparar es porque hay heridas abiertas que es necesario cerrar. Durante los días de la Transición, por el contexto histórico y demás factores que ahora no vienen a cuento, no pudo hacerse. Hoy, si aceptamos que la sociedad española es madura democráticamente, no deberíamos ver ningún problema en hablar de lo que ocurrió aquí, en permitir que los hijos y nietos de quienes perdieron puedan sacar a sus padres y abuelos de las cunetas y darles digna sepultura, en rebatir el relato construido por la dictadura franquista y en, claro que sí, despejar nuestro paisaje urbano de cualquier homenaje a quienes sumieron al país en cuarenta años de oscurantismo y represión. Una democracia no puede homenajear a sus sepultureros. No hay en esto ningún ánimo de revancha. El único odio es el de aquellos egoístas que siguen impidiendo que aquí haya una verdadera reconciliación, de aquellos que pretenden hacer pasar su victoria como el bien común y son incapaces de comprender que existen víctimas que necesitan reconocimiento y reparación por parte de unas instituciones fundamentadas en el olvido histórico.