A nadie le sorprendería si afirmase que los trabajadores, los de abajo, hemos perdido por goleada esta lucha de clases llamada: crisis. Y la hemos perdido fundamentalmente por el desigual reparto del miedo: todo para nosotros y nada para ellos. Como si el miedo fuese patrimonio exclusivo de la clase trabajadora: miedo a perder nuestro trabajo, miedo a perder la vivienda, a no llegar a fin de mes o miedo a no poder ofrecer más que dificultades a nuestra familia.

A estas alturas de la película, Ceuta atufa, y no es la polución, ni la suciedad que ya es crónica en muchas barriadas, sin necesidad de huelgas. Ni siquiera apesta a sospechas pues, desgraciadamente, a ese olor parece que nos hemos acostumbrado. Ceuta atufa a miedo y nervios. A pánico. Preocupación.

Se huele el pánico entre la fauna hegemónica que han visto las orejas al lobo del cambio político y se han descompuesto. Aquellos que tienen mucho que perder si el próximo 24 de mayo, cambia el inquilino de la Plaza de África. Insisto: mucho que perder, y mucha preocupación. Y tienen motivos para ello, claro que sí.

Hasta hoy, nadie había tosido a los que han jugado a convertir Ceuta, nuestra ciudad, en su cortijo privado, y quizá sea ese hecho, el de la confianza, el que les ha llevado a sentirse definitivamente inmunes, invulnerables, y con ello a aumentar el despropósito de sus actividades ‘irregulares’. Porque, como decía hace unos días, Ceuta ha sido, durante catorce años, el Goliat de los negocios para unos pocos. Hay que ser muy listo para prever que los bofetones son más grandes cuanto más alto estás. Y ellos no lo han sido. Y es que, debe ser una premonición espantosa sentir que, de repente, la fortaleza inconquistable que pensabas haber construido en tus nubes de algodón, resulte no ser sino un castillo de naipes a merced de una inocente brisa.

Hablar de Ceuta, obliga a hablar de negocios a tres bandas, rubricados en despachos o en reservados de restaurantes. Que la brecha social en Ceuta sea cada día más visible, corrobora las ingentes cantidades de dinero que se ha movido aquí, en nuestros apenas 19 Km2. Yo no me atrevería a dar una cifra, porque probablemente me quedaría corta, pero les aseguro que tendría muchos ceros. Muchos.

Mucho que perder, muchos nervios y mucha preocupación. Imagino el pánico de algunos solo de pensar en que pudiese llegar al Gobierno alguien con voluntad de levantar alfombras y abrir cajones. Que nos enterásemos de todo y al detalle, de lo que durante catorce años, se ha cocido en la marmita del Ayuntamiento. Todo aquello de lo que hemos visto pequeñas ráfagas en denuncias públicas e investigaciones judiciales, en algunos casos, pero de lo que, todavía, falta tanto por saber. Y, sobre todo, tanto por juzgar. El suelo se agrieta bajo los pies, y algunos se apresuran a taponar la herida: ya sea alarmando, lanzando pronósticos que pretenden profecías de autocumplimiento o recurriendo al manido argumento del miedo.

No dudo, que el daño que causa la corrupción es muy grave pero no más, que el desatado por la desbordada incompetencia y los caprichos de los perturbados por el vértigo de ordenar. No siempre es necesario el hurto para que suceda un desastre. Que se construya un teatro opulento para mil personas en una pequeña Ciudad Autónoma o un Paseo de la Marina a la altura de Las Vegas que nos ahoga en una deuda monumental implica, además de la soberbia y vanidad de un gobernante lunático, el mal funcionamiento de los controles técnicos que aseguran la solvencia y la racionalidad de cualquier proyecto público, y sobre todo, que por encima de los criterios técnicos, hayan prevalecido las consignas políticas.

No será fácil que el miedo cambie de bando, que los de arriba perciban el miedo que hoy sentimos nosotros, sobre todo, por esa malla tupida tejida a base de intereses, objetivos comunes y connivencias. Una red bien trenzada que alcanza cada rincón del Gobierno, dentro o fuera, en la que se han instalado una chatarra innumerable de parásitos que conforman la parte más mediocre de la clase política: el hormiguero de los arrimados, los zánganos colocados a dedo, los chivatos y lo titulares de puestos con nombres burbujeantes. Eso sí, con nóminas más atractivas que las de los funcionarios de carrera que, usurpan las funciones legales de la propia administración y cuya única labor se centra en mantener la atmósfera putrefacta en el Gobierno local. Y estos expertos en nada, también tienen mucho pánico y miedo a perder su estatus de cartón piedra.

¿Reconocen ahora el olor a miedo del que les hablaba? Reitero, no será fácil pero que el miedo cambie de bando está en nuestras manos.

Se muestra un horizonte atractivo para algunos y muy espinoso para otros. Hay mucho en juego. Nosotros, los de abajo, nos jugamos cambiar la situación o cavar aún más el pozo en el que estamos sumergidos. Ellos, también. Los paladines de la Gaviota, se juegan mucho. Y a diferencia de nosotros, tienen el poder. Y sobre todo, mal perder. Un pérfido maridaje.