Cuando el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, afirmaba que el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel debió haberse producido hace tiempo y que tal cosa no había sucedido debido a la “cobardía” de sus antecesores en el cargo, además de regalarnos otro alarde de narcicismo tan propio de él, también dejaba clara cual era su concepción de la “verdadera política”.

Con esta afirmación, Trump nos mostraba una particular lectura de la teoría schmittiana que define la política como la relación entre amigos y enemigos, aliados y adversarios, el bien y el mal, los nuestros y los vuestros; una relación dicotómica donde la esencia de la política se reduce a la guerra entre dos. Una relación que es verdadera, que da sentido a la Historia, pura y suprapersonal, y donde todo lo demás, la legalidad internacional, los acuerdos internacionales o la diplomacia, no son más que representaciones inauténticas de la política que tienen su gran show en el seno de las organizaciones internacionales.

Trump, defecaba directamente sobre la desacreditada Comunidad Internacional y el conjunto de normas que se había dado a sí misma para sostener una “paz duradera”. Esto va más allá de dinamitar el sempiterno proceso de paz y los acuerdos de Oslo que pivotaban sobre una Jerusalén capital de dos estados; el palestino y el israelí. Es un alegato contra la paz, y las consecuencias pueden ser funestas para un mundo cada vez más interconectado.

No quiero que malinterpreten y entiendan que hago un alegato en defensa de los ex presidentes de los EE.UU, ni mucho menos. Ellos también fueron leales aliados de Israel y permitieron que, como en un juego de ilusionistas, mientras la opinión pública internacional prestaba atención a la actualización y reedición de los procesos de paz, se permitiera y procediera a una política colonialista progresiva y definitiva acompañada de una limpieza étnica sistemática. Ellos también son responsables directos del apartheid sionista. Sin embargo, la acción de Trump no sólo tiene implicaciones para el oriente medio, sino que desafía el orden mundial. Nuevos tableros geopolíticos con alianzas y contra-alianzas insospechadas a la par que inestables, y una gran oportunidad para reactivar los sectores más radicales. 

Se han quebrantado todos los consensos que al menos permitían mantener un mínimo de credibilidad a los Estados en sus relaciones. Trump decide ir por libre, no teme la guerra porque es el estado natural de las cosas y de hecho, es en este escenario cuando se puede hacer política auténtica. Esa política que te permite subir al tren de la Historia. Trump es un hombre de acción dispuesto a todo por una Idea, aunque con ello el mundo entre en un nuevo periodo convulso porque, realmente, ese debe ser el estado natural. Las negociaciones, los acuerdos, la multiporalidad son sinónimo de debilidad. 

Trump propone un nuevo orden mundial donde, evidentemente Palestina no existe, pero lo más grave aún va más allá de Jerusalén o la propia Palestina; es un nuevo orden caracterizado por un profundo desprecio a la paz, el entendimiento y a la humanidad en general.