Matando toros con dinero público

Por Javier Sakona

Sólo faltaban las corridas de toros para perfeccionar la Ceuta berlanguiana de vicarios, comandantes y alcaldes bajo palio. La Ciudad, a iniciativa de un arranque por chicuelinas de Mabel Deu, se plantea desandar el camino y recuperar una tradición olvidada en Ceuta. Y con dinero público, claro. Todo sea por verse en el palco de autoridades con mantilla y abanico. Aunque sea a costa de la muerte brutal e innecesaria de un animal convertida en un espectáculo sanguinolento y depravado cuyo único fin es la taquilla, olvídense de la tradición y el arte.

Vayamos por partes. La Tradición. Esa presunta costumbre que se transmite de generación en generación con el único fin de preservarla y que sirve como excusa perfecta para perpetuar un sinfín de fiestas que chocan con nuestra siempre supuesta civilización. Un argumento voraz que no es aplicable al caso de Ceuta donde hace ya mucho tiempo que desapareció cualquier afición por la Fiesta. Hasta la plaza de toros acabó engullida por la maleza y las viviendas ilegales, que es la maleza urbanística que generan el olvido y la pobreza. ¿Dónde están los aficionados? No oigo el clamor popular gritando olés. Apenas unas horas después del anuncio nacía una plataforma antitaurina que en apenas un día recabó mil firmas de ciudadanos contrarios a que se maten toros en una plaza portátil. En cambio no he oído apenas voces a favor.

Resucitar una tradición muerta por inanición, que además supone la muerte gratuita de un animal previo pago de una entrada, es además de cruel innecesario. Una fuerte maquinaria empresarial, anclada en la tradición latifundista andaluza, mantiene vivo un espectáculo despreciado por la gente civilizada de todo el mundo, pero que en Ceuta, además, se piensa pagar con dinero público. Con mi dinero piensan sufragar la muerte lenta de un animal drogado y torturado por un tipo vestido con unas mallas rosas con bordados de oro. Soy consciente de la belleza del espectáculo, de la fuerza de un arte primigenio y salvaje. Pero la muerte de un ser vivo es un precio inconcebible para cualquier tradición y mucho menos para un espectáculo. Y mucho menos aún con dinero público y, como estocada, con presupuestos destinados a la cultura. La muerte no es cultura, Mabel.

No hay que olvidar que la propuesta llega desde la Consejería de Cultura, lo cual resulta obsceno en el erial cultural que es Ceuta. Una ciudad que apenas disfruta de una docena de espectáculos teatrales de medio pelo y un puñado de conciertos concentrados en un par de semanas de verano no puede permitirse la inmoralidad económica y ecológica de sufragar con dinero público una corrida de toros haciéndola pasar por cultura. Y si obsceno resulta el planteamiento, la explicación resulta ridícula. Y es que según explicó Mabel Deu, lo atractivo de la idea es su precio, entre los 20.000 y los 40.000 euros, un precio asequible. Entre 20.000 y 40.000 euros. ¿Asequible? No para los seis toros que van a morir. Un solo céntimo de dinero público destinado a matar un ser vivo ya debería ser, al menos, motivo para una condena de inhabilitación.

Me entrarían ganas de vomitar si una iniciativa privada organiza una corrida de toros en Ceuta por su cuenta y riesgo... pero habría de aguantarme. Lamentablemente no están prohibidas. Pero si es cierto que somos las personas civilizadas que decimos ser, no podemos, no debemos, permitir que vuelvan a matar toros para divertirse. Y menos con nuestro dinero.


Mirando a la muerte a los ojos

Por Leonardo Campoamor

Hace muchos años, bastantes más de los que me gustaría, cuando no sé ni si levantaba más de un metro del suelo, mi madre me llevó a la plaza de toros portátil que habían instalado en Ceuta durante feria. El motivo era presenciar uno de aquellos carpetovetónicos espectáculos del bombero-torero y sus enanos, o sus bajitos o personas de baja altura, como se diría en el dialecto político-correcto imperante hoy en día. Disfruté de lo lindo con las gansadas del grupo, como era normal en un niño de primera infancia y pocas entendederas, pero sin embargo, cuando el número humorístico dejó paso a una simple novillada, mi señora madre tuvo que coger a su retoño, y retirarse de la plaza. ¿El motivo? Cuando era pequeño las corridas de toros me hacían llorar como una magdalena. Un torrente sin fin de lágrimas brotaban en cuanto el astado aparecía por toriles, y estoy casi convencido de que la exposición directa a un festejo taurino en vivo y en directo y en su totalidad hubiese acabado conmigo como la kriptonita verde con Kal-El.

Sin embargo, con el paso de los años algo cambió, y aunque no es que me haya convertido en un furibundo seguidor taurino, sí he aprendido a apreciar y disfrutar de la tauromaquia. El motivo de mi mutación es sencillo, y se deba a un mero desarrollo mental, que separa al yo adulto del yo niño, la simple y a veces tan denostada capacidad de analizar, pensar y comprender.

Porque aunque sigo sin soportar el maltrato a los animales, he aprendido a discernir conceptos básicos que por desgracia para muchos siguen ocultos en no sé qué extraña y profunda sima del conocimiento. Un ejemplo. No apruebo ni respaldo las peleas de gallos, perros, avutardas o cualquier animalejo al que se obligue a luchar a muerte hasta la extenuación para el disfrute de un público. Porque los animales, al contrario que por ejemplo los boxeadores, no cuentan con un punto seguro en el cual el combate se da por finalizado, sino que se emplean como su naturaleza les dicta hasta las últimas consecuencias, sin capacidad de decidir o elegir por parte de ninguno de los participantes. En el toreo, en cambio, se introduce una variable definitiva, sustancial y trascendente que es la que valida moral y socialmente la fiesta, la que la recubre del aura de misticismo y heroicidad de la que goza desde hace siglos, que la convierte en un espectáculo sin igual en el mundo. Y es que en una corrida, el toro seguramente acabe hincando la rodilla en el albero y rezumando sangre por la boca, cierto, pero es que en esa misma plaza, en ese mismo ruedo, un hombre se juega la vida frente al animal. Cada tarde el torero mira sin temor a las puertas del cielo, llama con fiereza apretando la aldaba, para finalmente con desplante y chulería girar sobre sus tobillos, decir “hasta otra” a San Pedro, y prepararse para recibir los vítores de la afición.

Y es precisamente ese sacrificio, el dejar la vida aparcada durante unas horas en el ropero de la plaza, lo que magnifica la fiesta, lo que permite que lo que en otras condiciones sería efectivamente un espectáculo bochornoso se convierta en una manifestación de la más sublime capacidad del ser humano, en un símbolo del dominio del hombre sobre la naturaleza, en el enfrentamiento final entre la fuerza y la inteligencia, en una de las pocas demostraciones reales de coraje y valentía que quedan en este mundo adocenado, servil y rastrero, como entendió por ejemplo el gran Hemingway.

Por eso hay que decir que sí al toreo, por eso hay que defender la fiesta más allá de otros motivos como la más que presumible extinción del toro de lidia. Porque además, también sufren los patos a los que se les hincha el hígado hasta estallar o los cerdos a los que se desangra para hacer morcillas, y no veo recogidas de firmas por la calle para que en Ceuta se prohiba la venta de foie-grass, aunque mejor me callo y no doy más ideas, vaya a ser que alguien se lo tome en serio.

Otra cosa bien distinta es que Ceuta necesite ahora una corrida. Algo muy diferente es que con la cantidad de problemas a los que se enfrenta esta ciudad, el Gobierno local apuesta por el pan y el circo para calmar a la muchedumbre. Eso sí es criticable, eso sí es pernicioso. Porque además, Ceuta tiene categoría e historia como para contar con un coso propio, y no con una mísera plaza portátil. Más con los sistemas actuales, que permiten que las plazas de toros puedan destinarse a miles de usos con el planteamiento y el desarrollo adecuado, como demuestra el magnífico ejemplo de San Sebastián. Toros en Ceuta, sí, pero con dignidad, en la forma adecuada, y cuando sea conveniente.

Lo demás son zarandajas y cantos de sirena. Porque la defensa ciega de la vida de un animal en una lucha en la que el hombre también se la juega, lo único que demuestra es el desprecio que sienten muchos por la vida humana.