El pelota de la clase es aquel que, lejos de interiorizar y fomentar lazos de solidaridad entre iguales, y con tal de mantener sus privilegios, no tiene problema alguno en traicionar a los suyos. Los compañeros no son compañeros, sino adversarios, competidores en la pugna por ganar el favor del que manda, del maestro. El pelota siempre está disponible para apuntar a los charlatanes en la pizarra, para oponerse a cualquier reivindicación colectiva, para delatar a quien copie en un examen. Su único objetivo es su propio bienestar y para ello lo principal es procurarse la simpatía del poder.

La historia política está llena de pelotas y trepas que siempre se las apañaron para mantenerse cerquita de los poderosos. Tal vez, el más famoso de estos personajes, el que se ha convertido en el arquetipo del político sin principios ni ideología, sea el francés Joseph Fouché, sin problemas para mantenerse siempre en la cúpula, ya fuera al servicio de una Revolución, de un imperio o de una monarquía.

En uno de los pasajes más interesantes de “El precio de la transición”, Gregorio Morán expone un interesante paralelismo entre nuestro proceso de cambio de la dictadura franquista a la democracia y el procedimiento llevado a cabo tras el desmoronamiento de la URSS y los sistemas del este. Si aquí, el timón en el viaje a la democracia lo llevaron las mismas elites del régimen, serían los propios burócratas del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) y demás partidos de gobierno subordinados a Moscú quienes se encargarían de sentar las bases del nuevo modelo occidental, asegurándose ellos, por supuesto, una buena posición en el reparto del nuevo pastel. En nuestro país, los franquistas pasarían a ser demócratas de toda la vida; allí, se pasaría de la escolástica economicista que hacía pasar al marxismo por una religión, con sus curas y sus profetas, a la pretendida reencarnación posmoderna de “El fin de la historia” fukuyamista. De José Antonio a Montesquieu en un santiamén; De Lenin a Hayek en un plis. Y lo que haga falta.

No es extraño que Albert Rivera nos de la matraca día sí y día también con las virtudes de la Transición. Seguramente, al igual que su admirado Suárez, el líder de Ciudadanos no hubiera dudado en pasar sin problemas de Secretario General del Movimiento en una dictadura totalitaria y enemiga de los valores liberales y democráticos a símbolo de la democracia liberal. Del mismo modo, en este caso como el Rey Juan Carlos, tampoco le habrían dolido prendas en ser franquista por la mañana, valedor de Suárez por la tarde y verdugo de Suárez por la noche. Lo importante es el trono. Mi trono.

Ya se lo dijo Pablo Iglesias en el anterior debate de investidura: “Señor Rivera, usted representa la peor de las tradiciones políticas españolas, la que no tiene otra ideología que su cercanía con el poder. (…) Hoy es usted el líder natural de lo que el presidente de un banco llamó el Podemos de derechas, y no tanto porque sea usted de derechas, sino porque usted es de los que mandan”. No es mala forma de definir al pelota de la clase.