Uno de los pasajes más interesantes de “La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política”, el genial libro de Ignacio Sánchez-Cuenca al que ya he hecho referencia en algún que otro artículo, es aquel en el que se dedica a diseccionar la manera poco admirable en la que famosos hombres de letras de nuestra esfera pública “analizaron” el problema del terrorismo etarra y el posterior proceso de paz llevado a cabo bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero.

Estos intelectuales –encarnados sobre todo en la figura de Fernando Savater-, incapaces de moverse de su cómoda pureza ideológica, terminaron abrazando un sectarismo inmovilista consistente en la dicotomía de la lucha del bien frente al mal, donde cualquier concesión ante el mal era entendida como una traición a los principios. El terrorismo es el mal. Al mal no se le intenta comprender. Con el mal no se negocia. Y quien no piense así, está del lado del mal. Punto.

Así, si el terrorismo de ETA no terminaba de la manera ideal por la que tenía que acabar, pues casi mejor que no acabase. En esta incapacidad para entender la diferencia entre moral privada y praxis política se encuentra uno de los problemas principales que impiden, a menudo, un debate serio sobre el comportamiento de los diferentes actores políticos de nuestro panorama actual. Sánchez-Cuenca lo resume a la perfección con el ejemplo del conflicto vasco:

“Por supuesto, el enfoque político parte de premisas morales (defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos ante la violencia terrorista, por ejemplo), pero, frente a las exigencias de los principios morales, la política se mueve siempre en el ámbito de lo posible, lo que requiere pactar, acordar y transigir en el terreno de la realidad, dentro del margen de acción existente. (…) Las posturas moralistas censuran la negociación, ya que cualquier acuerdo entre representantes políticos y terroristas impedirá una aplicación rigorista de la justicia. En cambio, el enfoque político, inspirado en un mayor pragmatismo, busca la solución al conflicto haciéndose cargo de que dicha solución no es la que idealmente desearíamos, si bien constituye la mejor solución posible dadas las limitaciones que el poder de las partes impone”.

El pasado 30 de julio fue el Día Mundial contra la trata de personas. El drama de la trata siempre nos lleva a hablar de algo más general y complejo: la prostitución. A este respecto, dos suelen ser las posturas: quienes opinan que no hay nada de malo en que mujeres libres decidan hacer negocio con su cuerpo y quienes opinamos que la prostitución jamás se ejerce en libertad, pues es consecuencia de un sistema de dominación en el que se cosifica a la mujer para disfrute del hombre. No obstante, considero que quienes así pensamos, pecamos en muchas ocasiones de moralistas. Nos quedamos en la consigna moral y denunciamos como cómplice de la explotación de la mujer cualquier postura diferente, ignorando que la política es ese “arte de lo posible”.

Del mismo modo que muchos de los que ideológicamente nos consideramos anticapitalistas -y que, por lo tanto, estamos en contra de un mundo donde la mayoría desposeída se vea obligada a alquilar su fuerza de trabajo a una minoría para poder subsistir- hemos asumido que con la actual correlación de fuerzas a lo máximo que podemos aspirar es a defender ciertos derechos conquistados, a defender lo que tenemos de democracia frente al capital, tal vez, quienes estamos por la abolición de la prostitución debamos asumir que, por ahora, la lucha debe centrarse en la defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales, en su protección, aunque esta “legitimación” de una práctica a la que nos oponemos conlleve una contradicción moral.