Donald Trump ha ganado las elecciones en Estados Unidos. Lejos de ser ningún entendido en el comportamiento electoral de los ciudadanos del país más poderoso del mundo, creo que hay algunos elementos más o menos reconocibles. En primer lugar, algo que empieza a convertirse en tradición: el batacazo de todas las encuestas y los medios.

Del mismo modo que en nuestro país tendemos muchas veces a pensar que el mundo real es tal y como se nos presenta en las grandes capitales o en foros como Twitter, olvidando en nuestros análisis al decisivo mundo rural y a aquellas personas al margen del universo virtual, pareciera que los analistas de EEUU se limitan a hacer sondeos únicamente por las calles de Manhattan y Los Ángeles. “¡Pero si yo no conozco a nadie que haya votado a Reagan!” contaba un contertulio de La Sexta que afirmó asombrado el director de un gran medio de comunicación norteamericano tras la victoria del actor en 1981. Desde luego, la realidad social va mucho más allá del cosmopolitismo urbanita.

Por supuesto que a posteriori es fácil sacar conclusiones. No obstante, lo haré al decir que creo que Bernie Sanders, simpatías ideológicas aparte, era mucho mejor candidato que Hillary Clinton. Creo firmemente que hubiera logrado los votos obtenidos por ella y que, además, hubiera podido batallar con Trump en terrenos imposibles para la ex Secretaria de Estado. ¿Acaso podía Clinton disputarle a Trump el voto movido por el eje Ciudadanía VS Élites corruptas? No. ¿Podía Clinton disputarle a Trump el voto de lo nuevo contra lo viejo? No. ¿Podía disputar el voto de la irreverencia y la rebeldía juvenil? No. ¿Podía Clinton ofrecer una alternativa a la clase trabajadora blanca golpeada por la desindustrialización de la globalización que ella, entre otros, representa? No. Incluso para el votante conservador en lo moral, tradicionalmente republicano, Bernie Sanders podría haber encarnado ciertos valores, siendo así votado por muchos que habrán optado finalmente por Trump, cuyos escándalos son bien conocidos, con la nariz tapada.

El discurso racista y xenófobo ha ocupado una zona electoral que podría haber ocupado el discurso democrático y solidario. Los espacios políticos nunca quedan vacíos y pueden ser ocupados por ideas absolutamente opuestas. Quienes hablan de “populismo” sin hacer distinciones demuestran su inconsciencia y su ignorancia.

Eso que algunos llaman populismo no es más que la capacidad para conectar con ciertos estados de ánimo, lograr encarnar un sentimiento de negación de lo existente, un sentimiento de negación que puede adoptar una una forma positiva, de superación (más democracia, más solidaridad, más redistribución) o una forma negativa, de regresión (fascismo, racismo, egoísmo, el penúltimo contra el último). O la democracia ocupa los espacios creados por el capitalismo neoliberal o los ocupará la reacción. Hablando claro: si en España no tenemos un Donald Trump o una Marine LePen es gracias a que el proyecto emancipador y de ampliación de horizonte democrático defendido por Podemos supo adelantarse al discurso de la extrema derecha.

Contra los monstruos como Trump no sirve el tradicional, corrupto, belicista y culpable stablishment de Clinton. La alternativa al “populismo” de Trump era—y sigue siendo— la democracia social de Sanders. Es ahí donde se disputa la batalla política actual. Que a nadie le quepa duda de que si se continúa impidiendo gobernar al gobierno electo—y atado de pies y manos— de Syriza, el fascismo avanzará en Grecia. Que nadie dude de que si se sigue sin permitir una alternativa democrática a la austeridad, el extremismo racista, acaparador del sentimiento “outsider”, se acabará imponiendo. LePen es una consecuencia del capitalismo salvaje. La alternativa a la Europa de los monstruos no es otra que la defensa de los derechos sociales. La defensa, en última instancia, de la democracia frente al totalitarismo de mercado.