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De imbéciles y «laportas»

Joan Laporta es libre de tener las ideas políticas que quiera y, por tanto, de identificarse con el independentismo radical. En España todas las ideologías están admitidas, salvo las violentas, de modo que uno puede ser políticamente lo que desee mientras defienda su pensamiento por cauces democráticos.
El  problema es que en Laporta vemos cada vez más actitudes impropias no ya de un dirigente político, sino del presidente del Barcelona, un club que es grande no sólo porque tiene cinco millones de seguidores en Cataluña y diez en el resto de España, sino además porque su resonancia universal le hace ser el equipo preferido de millones de aficionados en todo el mundo, de manera particular en Hispanoamérica. El dirigente blaugrana ha hecho bien en fomentar una política deportiva exitosa, fundamentalmente gracias a la correcta elección de un entrenador, Josep Guardiola, que le ha dado al club grandes títulos y una proyección internacional más que envidiable. El problema es que Laporta pretende ahora sacar partido a unos triunfos que no son sólo suyos, y exponerlos a los demás como fruto de la Cataluña que «quiere levantarse», o sea, del independentismo con el que comulga y al que parece querer representar en las próximas elecciones al Parlamento autonómico.
Está en su derecho de hacerlo, aunque  veremos si la opción que elija logra el respaldo masivo que pretende. A lo que no tiene derecho es a herir e insultar a aquellos culés que, dentro y fuera de Cataluña, se sienten tan barcelonistas como Joan Laporta, pero no comparten en absoluto su ideario secesionista. En realidad son  mayoría.
Y menos aún tiene derecho a insultar. Ni en público ni en privado debería emplear palabras tan gruesas como las que se le atribuyen, sobre todo si el interlocutor es una persona sensata y educada como el presidente socialista de la Junta de Extremadura.
Al fin y al cabo lo que Fernández Vara reprocha a Laporta, con delicadeza y expresiones medidas, es que no ejerza el papel de presidente de todos los barcelonistas, vivan en Barcelona, en Cataluña, en el resto de España o en la América hispana. Le «ruega» igual que «no haga daño» a los que se sienten seguidores del Barcelona desde niños, pero no comparten para nada que el club de sus amores deba ser un compartimento reservado al independentismo catalán.
Tras el baño de humildad que le dio hace doce meses la mayor parte de su junta directiva, abandonándole por culpa de sus excesos, el presidente del Barça se puso el pasado año el traje de cordero y exhibió por España la sonrisa de hombre razonable, respetuoso con las instituciones. Pero como la cabra  tira al monte, los éxitos de Guardiola le han acabado emborrachando la mente, y ha vuelto a lo que siempre fue: un extremista malcriado capaz de herir la sensibilidad de millones de personas con insultos impropios de su cargo, habituado a excentricidades como quedarse en calzoncillos en los arcos de seguridad del aeropuerto de El Prat, echar a su chófer porque no encontraba una dirección o espiar a los propios vicepresidentes de su junta directiva.
Laporta es sencillamente un provocador maleducado que pretende incitar a los sectores más extremos de España para justificar su victimismo independentista. Por eso no le vamos hacer el juego. Los imbéciles y los «laportas» siempre se acaban retratando. Ellos solitos.

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