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Burning cumple 40 años y estrena 'Pura Sangre'

Johnny Cifuentes, único superviviente de la histórica banda, celebra la efeméride y su nuevo disco, 'Pura Sangre', con un concierto en Madrid

La histórica banda Burning trata de revalidar esta noche en Madrid el título de "grupo de rock más canalla del planeta". El combate se celebra en la sala Penélope de la capital, con todo el papel vendido, y se espera a un público ansioso por conocer en directo las canciones de su nuevo álbum Pura Sangre.

De pura cepa - EuropaSur

De pura cepaEuropaSurLlámenlo como quieran, lo cierto es que todos los jugadores que saltarán el sábado a partir de las 16:30 al césped del Municipal Manolo Mesa se han criado como futbolistas en el Campo de Gibraltar, algo impensable no hace tanto cuando el propio ...

El PP considera "pura ficción" las sospechas de Caballas sobre un 'pelotazo' alrededor del Mercado

- Vivas dice que él "no sabe" cómo se hace tal cosa e insiste en que en materia corrupción "no me caso con nadie"

- Aróstegui advierte sobre la "ambigüedad" del PP al respecto, los antecedentes y los propietarios de parte de las parcelas sobre las que actuará: "Conociendo a sus amigos es para echarse a temblar"

- 'Manzana del Rebellín S.L.'  es propietaria de parte de la sociedad dueña de Patio Hachuel, 'Nueva Aldebarán', con la que comparte administrador único: Adolfo Espí

La voz más pura del castellano

La Castilla rural que nos muestra Miguel Delibes en sus novelas tiende a desaparecer. Sus personajes han dejado de existir o ya son muy mayores, y el léxico se va perdiendo. Cuando Delibes escribió «El camino», en 1950, en la Castilla de entonces se enjaretaba a los machos para la fiesta, se pescaban cangrejos de río con araña o retel y se cogían lecherines para los conejos. Más de medio siglo después los hombres y mujeres de la Castilla rural usan muchas veces el coche cuando van a la ermita de su pueblo, el cangrejo americano ha hecho desaparecer al español a fuerza de repoblación y a los c...

Hayao Miyazaki, pura emoción

Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Fotografía: Mark henley. Música: Joe Hisaishi. Japón, 1988, Duración: 86 minutos. Animación.


Hay una escena en este clásico incontestable del cine de animación que resume las virtudes de toda la obra de Hayao Miyazaki. Es el momento en que Mei y Satsuke, bajo la lluvia, están esperando el autobús donde vuelve su padre de la universidad, y entonces aparece Totoro, el espíritu del bosque, como una mezcla entre un peluche gigante y una lechuza de ascendencia felina. Satsuke le presta un paraguas. La coreografía sonora de las gotas que caen sobre Totoro y la cómica gestualidad que generan en él se despliegan con toda delicadeza, como si Miyazaki estuviera tan pendiente de la belleza del instante como de la emoción pura que destila. Es lo que la gente de la Pixar admira en Miyazaki: quién, antes que él, había invertido el tiempo de la animación en dibujar una nube que pasa, o una gota de agua que cae. Su cine no sólo plantea la relación armónica de la naturaleza y el ser humano, sino la plácida identificación de éste con la dimensión fantástica de la realidad, a la que los niños acceden sin sufrir daños colaterales y que los adultos aceptan con una sonrisa enorme en los labios.
La historia de dos niñas que se mudan al campo con su padre, a la espera de que su madre se recupere en el hospital de una desconocida enfermedad, cambia de registro sin apenas esfuerzo. Las interferencias fantásticas en el mundo real –los erizos de hollín negro que pueblan la casa, la presencia intermitente de Totoro y sus hijos, la irrupción de un gato-oruga que hace las veces de autobús volador– acaban por transformarse en las interferencias reales en el mundo fantástico –el viento que azota la noche, el árbol gigantesco que preside el bosque vecino, la mazorca de maíz que Mei ofrece como dádiva a una cabra, la anciana que protege a las dos hermanas protagonistas, el niño que se queda sin palabras–, demostrando que son únicamente dos caras de una rica cosmogonía, unida por un túnel vegetal que podría ser el agujero por el que cae la Alicia de Lewis Carroll. La expresividad del dibujo, tan atenta a los ritmos de la naturaleza como a la vitalidad de los humanos, prueba que Miyazaki era Miyazaki antes de que «El viaje de Chihiro» consolidara el prestigio de su poética en Occidente. No hay huella de la oscuridad de «La princesa Mononoke» o de la misma «Chihiro» en este afable cuento para niños que consigue que el espectador más reticente se reconcilie con la vida.

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