Opinión
Grabada está en mi retina la imagen de Jorge de Burgos, el maquiavélico abad de la obra de Umberto Eco El nombre de la Rosa. El religioso, viva estampa de la Santa Inquisición, en un afán represor cargado de ansias de Poder, había desterrado de su particular Reino todo lo relacionado con la risa. Tanto era así que, como hombre de negro de su Estado que era, asesinaba a cualquiera que se atreviese a traspasar el umbral de lo permitido, es decir, a cualquiera que osase leer los textos prohibidos que hacían reír. Como recordarán, la ejecución se llevaba a cabo porque las páginas estaban impregnadas de arsénico, que al entrar en contacto con los dedos, exterminaba de forma inmisericorde al atrevido y pecaminoso lector. Él era, porque así se había dictaminado, verdugo y parte en los juicios de moralidad que rápidamente despachaba.