Primero, fue el coronavirus; después, la invasión rusa de Ucrania; ahora, el conflicto árabe-israelí. A estas alturas, cualquier pretexto parece válido para hacer creer al ciudadano de a pie que la inflación es un fenómeno natural e incontrolable y no un instrumento con el que las grandes corporaciones ganan dinero a manos llenas en tiempos de depresión (echa un ojo, si no, a los resultados financieros de los bancos y las tecnológicas: ¡¿crisis?!).

Hace ya mucho tiempo que lo de diseñar el menú navideño se convirtió en una prueba de agilidad solo apta para malabaristas y prestidigitadores. La cosa es sencilla: el valor de los bienes y servicios sube; los sueldos, no (salvo que seas funcionario o empleado público, claro). Siendo el contexto actual el propio de una escalada de precios descomunal, no es de extrañar que haya gente a la que le dé por echar el freno al momento de llenar la cesta de la compra; todos queremos ahorrar.

Aunque algo más enérgica de lo que fue el pasado curso, la estampa del Mercado Central de Abastos ha sido este año bien distinta a la de aquellos (lejanos) tiempos en los que el lugar rebosaba vida. Donde en otras ocasiones no cabía un solo alfiler, este 2023, ha habido ausencias a tutiplén. Los pasillos del recinto han estado este último mes de diciembre bastante más libres de obstáculos de lo habitual. Y eso, obviamente, repercute de manera negativa en la facturación de los concesionarios.

Por descontado, los pescaderos son siempre quienes más acaban pagando el pato. A la pregunta de si han notado o no una bajada en la afluencia de clientes, la mayoría de ellos responde con un tajante "por supuesto". "Cada vez, viene menos gente por aquí", confesaba al que suscribe un conocido comerciante, resignado. "Si el centollo ha pasado de costar 12 euros el kilo a valer 20, ¿cómo no va a haber quien deje de comprar?", incidía.

A ningún español se le escapa que, en tiempos de Papá Noel y los Reyes Magos, el pescado y el marisco se convierten -por pura tradición heredada- en los platos estrella. Últimamente, sin embargo, estos se han transformado en algo casi prohibitivo, un lujo, un producto solo al alcance de los bolsillos más pudientes. La realidad está ahí: a fecha de enero de 2024, el kilo de atún cuesta 18 euros; el de gallo, otros 18; el de voraces, 14; el de gambas, 12. Y así, como decía Buzz Lightyear, 'hasta el infinito y más allá'; la ristra de animales marinos comestibles es extensa.

"Está todo muy caro", resumía muy acertadamente una veterana compradora. Entre tanto dispendio y sinrazón, están aquellos que deciden tirar de creatividad e ingenio. Esta misma clienta, por ejemplo, se ha tirado "dos meses con los calamares metidos en el congelador". Vio que estaban en oferta allá por noviembre y no se lo pensó dos veces. "Este año, era lo que tocaba", ironizaba. Su familia no le ha puesto "ninguna pega"; eso era lo importante.

Aunque hay quienes se resisten a renunciar al mar, lo cierto es que no son pocos los que se ven obligados a pasar por el aro. Cabe reseñar, no en balde, que los precios no tienen el monopolio de la culpa de que el Mercado luzca más vacío que en ejercicios anteriores. La mayoría de estos, de hecho, no distan mucho de lo registrado en años previos. Entonces, ¿qué es lo que falla?

Si uno pregunta directamente a los concesionarios, la inmensa mayoría dirá que el principal problema radica en esas obras de remodelación que van camino de alargarse más que las de El Escorial. Ya lo dijo en su momento el representante de los minoristas: "Ha habido días en los que ni siquiera podíamos estar aquí por culpa del polvo de los escombros". Claro está, las constantes reubicaciones, los atrasos en la ejecución de los trabajos y los ruidos resultan en cóctel que, en suma, acaba por 'espantar' a la clientela. Pero eso, querido lector, es carne de otro reportaje.