“Todo lo que él dijo, que nos trataría bien, que estaríamos seguros, era falso. Era mentira. Me dijo que si no dormía con él no me llevaría a Europa”. Este es el testimonio estremecedor de Mary, una niña de 17 años que salió de su Nigeria natal para encontrar un futuro mejor y a la que arrebataron, sin embargo, su infancia por el camino. Mary fue deshumanizada, se convirtió en mercancía. Esta es sólo una de las muchas historias que podemos encontrar a muy poco que nos interesemos por la crisis humanitaria del siglo XXI, la de los refugiados: personas migrantes que tienen cada vez más rostro de niño, de niña, de mujer.

Recientemente, un estudio de UNICEF establecía que la cifra de niños/as migrantes no acompañados se había multiplicado por  cinco desde el 2010. Más de 300.000 niños y niñas se han desplazado entre las fronteras de más de 80 países durante el 2016, una cifra brutal que evidencia que nos encontramos ante la mayor migración infantil conocida en la reciente historia universal moderna.

Muchos aún recordamos la imagen de Aylan en las playas turcas, boca abajo, inerte, silente, frío. Esa foto nos hizo sentir vergüenza, sentimiento que se fue disipando con el transcurso de los días y de unas noticias que, a fuerza de golpearnos una tras otra, logran instalar en nuestros corazones la indolencia y la indiferencia. Hemos adoptado una posición que nos exonera de responsabilidad alguna sobre estas y muchas más atrocidades que sabemos ocurren en el mundo actual. Nuestros gobiernos, más allá de dar una respuesta al hambre, a las guerras y a la crisis humanitarias de forma política y colectiva, recurren a ONG´s a través de la caridad producto, casi siempre, de unas emociones producidas de arriba hacia abajo. Asumimos el relato dominante que reduce estas brutalidades a una especie de juego de azar, inconexo con nuestra realidad, con nuestras acciones y que poco tienen que ver con la política de nuestros democráticos estados. Nada más lejos de la verdad. Lo cierto es que es la falta de vías legales lo que empuja a cada vez más refugiados a tomar rutas peligrosas hasta el extremo, lo que les expone a ser víctimas de la explotación y la trata. Son nuestros gobiernos quienes están construyendo muros, quienes están incumpliendo los acuerdos europeos sobre el reparto de refugiados, los que participan de forma directa e indirecta en la intervención militar en muchos de los países de origen de estos niños y niñas que sólo reciben la crueldad humana como respuesta a sus plegarias.

La infancia ha dejado de ser un derecho. Los derechos del niño y de la niña son reconocidos meramente, de manera únicamente formal, dado que son vulnerados de forma sistemática ante nuestros ojos con la connivencia de nuestras instituciones. Es el resultado de despolitizar los problemas sociales: se minimiza la responsabilidad directa del papel de las instituciones y se traslada el enfoque a la responsabilidad individual. Que haya muerto Aylan o que Mary sea víctima de las mafias es el resultado de sus propias acciones. Punto.

 Hay que luchar contra esta interpretación de los problemas. Hablamos de algo estructural que, por cierto, no sólo se producen en lo que se ha denominado como sur global. En Europa, en nuestro país, en nuestra sociedad occidental y avanzada, también los niños y niñas sufren violencia y modos actualizados de expulsión. La pobreza infantil es violencia, los desahucios son violencia, el fracaso escolar es violencia, la pérdida de derechos sanitarios es también violencia que afecta de forma especial a los más débiles. Y sin embargo, aquellos que también han adoptado ese mantra falsamente patrio de “primero los de aquí” nada dicen sobre los desahucios ni la pobreza infantil ni se manifiestan contra el desmantelamiento de la sanidad. Indolentes y anestesiados, parece que ya ni la imagen de un niño o una niña es capaz de activarnos. La historia nos recordará como aquellos que vivieron uno de los momentos más dramáticos de la historia después de la II Guerra Mundial y que no hicieron nada, absolutamente nada por dar refugio a los refugiados, salvo, claro está, dar un “click” en las redes sociales como testimonio de nuestra cómoda indignación momentánea.