El caso del francotirador que planeaba atentar contra el Presidente del Gobierno vuelve a evidenciar el poder del discurso del odio, colocando de nuevo sobre la mesa la derrota social, política y cultural que están sufriendo las democracias liberales en Europa. Navegando sobre una sempiterna crisis económica, la extrema derecha lleva ventaja en la disputa de aquello a lo que Frédéric Lordon denomina “umbrales críticos”: los espacios en construcción, en constante contienda. Esta extrema derecha, que ya ha conseguido su primera victoria al conseguir que las fuerzas conservadoras compitan en el marco que ella establece y que la socialdemocracia module su lenguaje de acuerdo a la misma lógica, redibuja nuevas divisiones sobre lo tolerable y lo intolerable. En su discurso está la certeza. Y todo lo que queda fuera de sus fronteras es “pura charlatanería”.

No es casual que, como consecuencia de las nuevas gramáticas que impone este neofascismo en auge, ahora consideremos como livianas las muertes de personas en nuestras costas, se recorten libertades y derechos fundamentales, o se dude de la pertinencia de los Derechos Humanos. El discurso del odio requiere de miedo

No es casual que, como consecuencia de las nuevas gramáticas que impone este neofascismo en auge, ahora consideremos como livianas las muertes de personas en nuestras costas, se recorten libertades y derechos fundamentales, o se dude de la pertinencia de los Derechos Humanos. El discurso del odio requiere de miedo. Requiere de una amenaza real, por lo que necesita a un enemigo identificable. No se trata de una locura transitoria, ni mucho menos de ignorancia, como así se suele despacharse en el debate popular bienintencionado. No. Estamos ante una ideología que argumenta y razona, consciente en la necesidad de identificar al “otro” con el mal para que su juego maniqueo sea inapelable. Para que deshumanicemos y, en consecuencia, toleremos.

La primera campaña de Le Pen (padre) en los años ochenta se sustentaba en esta idea, en señalar a los magrebíes como un “peligro rojo” debido a su afiliación a sindicatos de izquierda y demás organizaciones a favor de los derechos sociales

El francotirador de Tarrasa, un hombre, blanco, fuertemente politizado y radicalizado, preparado, y que disponía de un importante arsenal, guarda ciertas similitudes con otros terroristas de su misma ideología. Él, como Robert Bowers, autor del atentado en la sinagoga en Pittsburgh, participaba en comunidades virtuales (grupos de whatsApp en el caso español y la red social Gab en el caso americano) en las que se jalean loas excluyentes y antidemócratas al amparo de una camaradería que legitima “la necesidad de salvar la patria de amenazas”. Unas amenazas construidas sobre dos pilares esenciales; el progresismo (en toda la amplitud del término) como ideología a combatir, y una “otredad” construida en base a la anti-inmigración y el fenómeno del terrorismo yihadista. Esto, que puede parecer novedoso, no lo es. No hace mucho, a finales de la Guerra Fría, los inmigrantes eran señalados como “quinta columna del comunismo”. De hecho, la primera campaña de Le Pen (padre) en los años ochenta se sustentaba en esta idea, en señalar a los magrebíes como un “peligro rojo” debido a su afiliación a sindicatos de izquierda y demás organizaciones a favor de los derechos sociales. El binomio izquierda-inmigración o izquierda-islam ha sido, desde hace tiempo, uno de los argumentos más recurrentes por la extrema derecha. El último ejemplo de esta línea argumental es el juego de palabras que hace el líder de VOX para referirse a Pablo Iglesias como “Pablo Mezquitas”. Una expresión que puede sonar a “chascarrillo” infantil e inocuo, pero que para nada lo es.

El binomio izquierda-inmigración o izquierda-islam ha sido, desde hace tiempo, uno de los argumentos más recurrentes por la extrema derecha. El último ejemplo de esta línea argumental es el juego de palabras que hace el líder de VOX para referirse a Pablo Iglesias como “Pablo Mezquitas”. Una expresión que puede sonar a “chascarrillo” infantil e inocuo, pero que para nada lo es.

En definitiva, considerar al francotirador de Tarrasa como un producto exagerado es absolver a la ideología que más funestas consecuencias ha traído en la historia reciente de Europa. Fue un atentado fallido y se trataba de un terrorista fuertemente radicalizado, con una ideología concreta y con unos fines determinados. Que la administración de la Justicia lo exonere a priori es un error mayúsculo. Resulta inexplicable que la Audiencia Nacional rechace tramitar como terrorismo el intento frustrado contra el Presidente del Gobierno a pesar de todas las evidencias. Una torpeza que se hace más indefendible cuando comparamos este hecho con la actuación de la Fiscalía General de Alemania el pasado mes de octubre al ordenar la detención de seis personas por su pertenencia a una presunta organización terrorista de extrema derecha que estaría detrás de una serie de manifestaciones en la región de Sajonia y Baviera. Aquí, preferimos llamar terroristas a los titiriteros.