- La recuerdo perfectamente. Aquella historia estaba dibujada en un cómic en blanco y negro prestado por un amigo y, ya entonces, me pareció muy real, tan evidente como la vida misma.

La aventura era simple, casi infantil. Una aldea, cuyo señor feudal explotaba a sus habitantes hasta límites insospechados, veía año tras año cómo el dueño del castillo se quedaba con cosechas y ganado a cambio de una supuesta protección que no era otra cosa que un derecho de pernada perpetuo.

Infligía miseria por doquier matando de hambre y podredumbre a todos los habitantes de la mencionada aldea; era el infierno en la tierra. Sin embargo, cada lustro, tal y como marcaban las ancestrales leyes del mundo, los aldeanos tenían derecho a desafiar al amo para intentar librarse de su yugo.

Así estaba escrito.

Aquel año era fecha de desafío. Los aldeanos habían ido acumulando odio y dolor durante cinco largos inviernos al tiempo que preparaban, de forma concienzuda, lo que ellos llamaban la “batalla final contra el opresor”.

Con mucho sacrificio fueron alimentando con abundancia a un fuerte y alto caballo de guerra, domándolo con paciencia y firmeza. El herrero, por su parte, recibía toda clase de utensilios de metal para poder elaborar la armadura y la espada con las que, por fin, lograrían librarse del mal.

En aquel lustro se terminaron para siempre las existencias de cuchillos, anillos, tenedores, alfileres, jarrillos o arados. No quedó nada de hierro en varias leguas a la redonda. Todo se fundió hasta que, poco a poco y merced a una sacrificada y concienzuda labor, se consiguió lo deseado. Una armadura, sólida como la roca y resplandeciente como el sol, protegería al elegido, y una espada, dura como la voluntad y afilada como la ilusión, sería su arma definitiva.

De entre los muchos candidatos, se eligió al más prometedor de los fuertes jóvenes de la aldea por su corpulencia y nobleza. Recibió lo mejor que podían ofrecerle y su alimentación, a costa de los demás, logró hacer de él una escultural masa de músculos inteligentes, mientras que el elaborado entrenamiento de batalla lo transformó en el guerrero perfecto para la causa de los suyos.

Aquella mañana, hasta el cielo se abrió para contemplar el espectáculo del nuevo amanecer. Las puertas de la fortaleza se abrieron y de ellas emergió un enorme corcel negro a cuyos blindados lomos cabalgaba una oscura mole armada hasta los dientes.

Los aldeanos esperaban ansiosos el momento, su momento. El caballero blanco aún oía retumbar en su cerebro las últimas recomendaciones para poder lograr la libertad de todo su pueblo, mientras centenares de muestras de ánimo se acumulaban en sus oídos. Era el momento final. Podía derrotarlo, era el principio de los nuevos tiempos, seguro. Él iba a ser el libertador de tanto aplastamiento, ya no faltaría comida, ya no se violaría a más mujeres, se podría vivir en Paz y él, por fin también, podría volver a las tareas propias de un hombre sencillo.

En el amplio corro formado por centenares de espectadores, el señor de negro atacó sin preaviso, con tanta fuerza y odio que el defensor de la libertad casi fue desmontado ante el estupor de su gente. Pero resistió, y resistió para lograr, como mil veces le habían aconsejado, aprender las técnicas de su enemigo hasta conocerlo mejor que a él mismo. Y eso hizo. Y eso logró.

Poco a poco la batalla fue inclinándose del lado de los aldeanos y, por primera vez en aquella jornada, se vio por fin lo negro retroceder. Era una lucha sin cuartel. No habría alternativas, ni posibilidad de elección ni términos medios: o la libertad, o la esclavitud.

Los oprimidos comprendieron que estaban asistiendo al cambio, que allí, delante de sus ojos se estaba escribiendo la Historia. Redoblaron los ánimos con pasión, tanto que sus cánticos y gritos dieron el último empuje.

En un certero golpe de espada libertadora, la armadura negra cayó al barro. La mortal punta del arma ya casi atravesaba el cuerpo del que, hacía segundos, aún era el amo de la vida de todos los presentes.

El pueblo contuvo el aliento. Aquel día era el Día, una fecha que sería recordada por todos y cantada hasta el final de los tiempos por poetas y juglares. Era la Libertad en estado puro, por fin y para siempre.

En ese espeso silencio que sólo procura la emoción, nadie osaba ni tan siquiera respirar. Entonces, desde el fango se escuchó una conciliadora y melosa voz, muy alejada de los tonos brutos e insultantes que solían salir de esa garganta.

“Eres un bravo soldado aldeano, eres todo un caballero que merece mucho más que pelear en el barro”. La espada aún seguía en el mismo lugar, aunque ya no presionaba tanto, mientras que la voz iba adquiriendo cada vez más fuerza, más seguridad, más aplomo, más amabilidad.

“Allí arriba –continuó- necesito a hombres decididos y buenos, valientes y honrados, limpios de conciencia y alma. Necesito a quienes no le temen a nada, a quienes siempre están dispuestos a sacrificarse por los demás. No lo dudes –sentenció- allí arriba precisamos de hombres como tú”.

Mientras fluían las palabras con hábil rapidez, la espada se fue retirando hasta quedar perfectamente envainada.

Ante el terror y la sorpresa de todos, la armadura blanca se agachó hasta lograr poner en pie a la armadura negra, y ambos colores, ya casi confundidos por el fango, caminaron de forma decidida hacia el castillo, sin tan siquiera mirar atrás.

A los pocos minutos y debido a la lejanía, las armaduras tenían definitivamente, los colores confundidos. Al mismo tiempo, las risas de los que hasta hacía bien poco habían sido contendientes a muerte, sonaban ahora mezcladas, tanto que nadie era capaz de discernir quién era quién. Finalmente, envueltos en un enlutado silencio, los aldeanos pudieron ver cómo las pesadas puertas de la fortaleza se cerraban tras la sombra de dos poderosos hombres.

Todo había terminado, un lustro más, una vez más.

En la aldea se sucedieron muchos minutos de vacío, pero al fin se pudo oír, como en un susurro, cómo uno de los campesinos alcanzó a decir: “de nuevo ha logrado convencer a otro, ahora toca esperar otros cinco años en los avernos”.

Mirando hacia los excrementos que, en aquel Al Sur del Edén, habían dejado los caballos de los Señores, otro de los aldeanos exclamó “¡pero si ya no queda más hierro en kilómetros a la redonda para fundir armadura y espada!”.

La contestación fue todo un claro presagio: la próxima armadura será de madera, ¡qué remedio nos queda!

Como diría mi mañica preferida: ¿a qué les suena?

Ya saben, la próxima armadura, de madera… aunque bueno sería preguntarse por qué siempre tenemos que acatar las mismas reglas del juego que nos imponen, a su antojo, las poderosas armaduras negras, pero esa ya es otra historia. ¿O es la misma? Como siempre, Usted verá...