- Llega a resultar curiosa, cuando no enfermiza, la manía que solemos tener de no querer mirar la Historia, de no hacer propia la experiencia ajena o de no querer aprender de los errores.

Así, indefectiblemente, siempre acabamos encontrándonos en una espiral sin fin de lamentables consecuencias.

Noticia no es ya que la clase política (¿deberíamos decir casta?) sea uno de los estamentos peor valorados en nuestra Sociedad; esta valoración, generalizada por lo demás, tiene profundos cimientos anclados tanto en la incompetencia como en la codicia, o por el desinterés que los políticos suelen demostrar hacia quienes les han votado.

Evidentemente, las generalizaciones nunca son ni buenas ni válidas, pero las indecencias se acumulan a tal velocidad y con tanta densidad, que rápidamente se llega a la conclusión de que las excepciones confirman la regla y, llegado el caso, abandonan el barco.

La manía (más que manía, hábito consagrado) de tomar al vulgo por incapacitado mental provoca que sólo se le llame, de cuando en vez y a ritmo de grandes e inútiles parafernalias, para refrendar -eso sí, mediante urnas y papeletas- las prebendas de estos acomodados chicos de los recados.

Lejos de ser meras conjeturas, estas cirunstancias suelen tener nombre y apellidos y, sólo con asomarse a los tabloides (afines, o no, al que dice mandar), se verifica lo evidente: nos toman el pelo.

De lo contrario, ¿por qué tenemos que aguantar que, con una prima de riesgo que nos impulsa hacia la tragedia (aún más, quiero decir) el ministro de Economía nos recete tranquilidad? Definitivamente, se nos toma por gilipollas, así, sin más. Esto se va al garete y el máximo responsable de la economía nos pide tranquilidad… Sólo le ha faltado decir lo de “los buenos alimentos”, pero teniendo en cuenta que millones de españoles no pueden permitirse el lujo de tener buenos alimentos, o simplemente de tener alimentos, mejor ha sido acortar el dicho.

Si, ciertamente, no nos manejasen a su antojo, ¿por qué se iba a permitir que personajes como el Presidente del Supremo (por cierto, empeño personal del anterior Presidente del Gobierno) nos restregase a todos sus privilegios sin que nadie, o casi, osara decir nada? ¿Es lógico que, entre todos (con sueldos recortados o, en seis millones de casos, sin sueldo alguno) paguemos vacaciones a todo tren disfrazadas de actuaciones oficiales? De seguir así, habrá que pedirle perdón a Su Señoría por haberle importunado.

Si esto fuese, de verdad, una Democracia participativa, si los políticos sólo estuviesen para servirnos lealmente ¿se consentiría que el Presidente del Gobierno no diese explicaciones en la sede parlamentaria de todo lo que está ocurriendo?

¿De ser un gobierno del pueblo y para el pueblo (que nadie se ría, esto es lo que nos venden constantemente, ¿o no?) se impediría, por ejemplo, la creación de una comisión de investigación para saber lo ocurrido con Bankia y compañeros mártires? Claro que de ocurrir, quizás se supiese que Caja Madrid era una caja de ahorros “sana” que hubo de digerir, a golpe de mandato político, otras entidades crediticias entregadas al caciquismo del señorit@/señorit@s elect@s de turno… señorit@s que, dicho sea de paso, volvieron a ser confirmados, voto a voto, en las poltronas de sus despachos. Así se empieza, considerando lo inaceptable como mal menor…

Realmente, bien sea a Levante o a Poniente de los hemiciclos, la política parece (evidente eufemismo) haberse transformado en un modo de vida, en una segura ocupación con posibilidad de catapultarse hacia otros horizontes, y aquí, insisto, no se hace distingo, ni diferencia; lamentablemente, todos los colores (o casi) se confunden… y si no, que lo demuestren.

Pero como no estamos para demostraciones, seamos razonables: el cambio de Sociedad, o las soluciones a sus problemas, jamás podrán venir de la mano de quien, con total tranquilidad, vive muy bien de los privilegios de los que suelen gozar los sirvientes del señor del castillo.

En general, este contexto, insisto, no resulta nada nuevo, viene a sumarse a una situación de crisis que provoca miedo, mucho miedo en los pueblos… y es ese miedo el que provoca reacciones que, decenios más tarde, son juzgadas como incomprensibles, insensatas o de locura.

El panorama está así: una crisis económica que arrasa hasta las ganas de vivir, una tasa de desempleo que nos lleva al abismo, unos índices de pobreza hasta ahora desconocidos y una repulsa (cada vez mayor y ganada a pulso, por cierto) a todo lo que huela a Política. Todo este cocktail es, sin duda alguna, terreno abonado para la aparición de un salvapatrias populista cuya subida al poder tendría unas consecuencias que, aunque ahora pudieran parecer desconocidas, responderían a un patrón más que establecido.

Quizás nadie se acuerda de que personajes como Hitler ascendieron al poder absoluto con la pasividad de muchos y la aquiescencia de casi todos.

En cualquier manual de historia viene recogido cómo, a pocos días de la celebración de unas elecciones legislativas en aquella Alemania convulsa y devorada por las deudas contraídas tras la “Gran Guerra” (¿les va sonando?), un oportuno incendio arrasó el parlamento, el conocido Reichstag. Se buscó, encontró, juzgó y condenó a un supuesto activista comunista por el atentado (condena que, bueno será saberlo, se revocó en 2008, a buenas horas...) al más puro estilo Kennedy, pero 30 años antes (visto lo visto, va a resultar que todo está inventado).

Lo que siguió es tan conocido como ignorado; el canciller hizo firmar una serie de decretos y leyes que prohibían cualquier oposición al régimen o actividad política. El descredito de la clase política y su incapacidad para ver más allá de lo absolutamente evidente, y rentable en número de votos, hizo el resto. Llegaron las prohibiciones, la razón de la fuerza, las segregaciones, la búsqueda de un enemigo que catalizase todos los males mientras que, a golpe de brutales redadas, se agolpaban en campos de concentración todos aquellos alemanes que alzaron su voz contra el totalitarismo. Algunos intentaron reaccionar, pero ya era tarde, muy tarde, demasiado tarde.

El final de todo el horror y sus secuelas aún viven en nuestras dormidas conciencias, o al menos eso quiero creer.

El caso es que aquí, Al Sur del Edén, día que transcurre es jornada que facilita el paso a la barbarie, por muy lejana que todavía nos parezca esa circunstancia o por muy apocalíptico que resulte. ¿Exageraciones? Mi mañica preferida lo tiene claro: al final siempre acaba lloviendo sobre mojado y siempre acabamos empapados los de siempre, además de añadir que si pusiésemos el mismo empeño en poner las cosas en su sitio como en apoyar a “La Roja”, otro gallo cantaría. Pero por más acertadas que sean las sentencias de la maña, por ahora, ya lo ven, es lo que hay.

¿Será necesario esperar a un nuevo incendio del Reichstag para rendirnos a la evidencia? Ya, si eso, usted me va diciendo… Pero, claro, si ocurre algo semejante ya no habrá tiempo para nada, ni para nadie. Al final, y como siempre, el anarquista Orwell va a tener razón… Eso sí, con un centenar de años de adelanto; marca de la casa, supongo.