La manteca y el aceite


Un taxista (este colectivo es sabio como pocos) me dijo hace poco que la clave de la cuestión estaba en “la manteca”. Cito al diccionario: “Grasa del cerdo y de otros animales”.

No estoy hablando de repostería ni de cocina, hablo de la política local, igual que hacía el taxista en cuestión. A saber.

La manteca a la que se refería el taxista se traduce cada martes en convenios varios que va aprobando el Consejo de Gobierno. Unas cuantas decenas de miles de euros para el CERMI, otros más para la FPAV, otros más para las comunidades del crisol… Y así podríamos seguir hasta rellenar cuatro páginas. Que no se me ofendan los citados. No son distintos a nadie en esta ciudad.

Reciben con la sonrisa de decir treinta y tres. Internamente les duele La Venta y públicamente la maquinaria de la Ciudad funciona perfectamente engrasada. Sobra manteca para que los rodamientos no rocen con nada ni nadie aunque con el calor que genera la velocidad se derrita.

El hecho es que esta ‘práxis’ administrativa reporta beneficios electorales que hacen que la maquinaria se pueda poner a muchas revoluciones no sin generar más calor.

Pero para que todo vaya bien, al mecánico (oposición) no se le puede dejar ver con calma todas las partes de la maquinaria. Vaya a descubrir que en algún lugar del mecanismo hay alguna pérdida.

Lo indignante de esto. Lo peor. Se encuentra en que esas piezas de la maquinaria social reciben su mantecoso baño no como lo que debería ser: un derecho de los pistones y una obligación del político mecánico, sino como una prebenda. Y ya se encarga el cruel patrón de la mecánica de dejar claro que es una prebenda y que exige algo a cambio, generalmente un voto, a veces otras cosas igualmente intangibles.

Así unos y otros siguen contentos y el que recibe llega a convencerse de que como no hay nadie enfrente del patrón que revise todo con lupa lo mejor es hacer caso del engrasador y seguirle el juego para que no se acabe el baño. Se extiende el terror en tiempos duros en los que, como en la posguerra, la manteca no se vende en envases perfectamente empaquetados, revisados por el organismo regulador y debidamente etiquetados, sino a granel. Es un bien necesario, escaso y preciado. Hay hambre y ambición de tiempos mejores.

Y una vez que se ha hecho cundir el terror, es fácil mantener el régimen en paz. Nadie ha inventado la manteca. Ya estaba ahí, antes incluso de que llegaran las urnas llenas de papeletas que no chorreaban grasa sino ideales, convicciones y ganas de construir un mundo más justo y mejor en donde todos tuvieran lo que merecen y lo que por derecho les corresponde. No por caridad.

La manteca emblandece el espíritu y engorda las cadenas que atan a los ideales, a las convicciones, a la justicia y en definitiva a la libertad a la cama de la ruina moral y social. Generan colesterol en el sistema pudiendo llegar a generar un colapso cardiaco. Y usted se preguntará por qué he pasado yo de hablar de máquinas a hablar de hombres. Porque unos entienden el sistema como una maquinaria y otros, yo por ejemplo, como una prolongación de los seres humanos reunidos en colectividad y sociedad.

Lo increíble de toda esta historia fea que estoy contando, lo que no me deja respirar ciertos días con tranquilidad es que no parece que nadie tenga valor para romper con esas cadenas. No parece que nadie sea capaz de exigir derechos aún a costa de no recibir su baño de manteca, la subvención que por derecho y no por mendicidad le corresponde. La que por salud del sistema le corresponde y no por comulgar religiosamente con lo que diga el político erigido en párroco… ¿O era al revés?

¿Lo pillan? Políticos convertidos en dadivosas instituciones con las que conviene llevarse bien para que tengan a bien tener gestos caritativos con sus administrados y administrados, instituciones y asociaciones convertidas en fieles temerosos del poder divino. En mendigos cuyos servicios están en venta. Sobra decir que si estoy en lo cierto el sistema se ha corrompido. Pero por si acaso voy a recordar como debería ser en realidad:

Las administraciones dirigidas por los políticos elegidos en las urnas tienen en su obligación servir a la ciudadanía (nunca al revés). También la de ser transparentes. Y la ciudadanía, los votantes y también los que por edad todavía no son electores y también los que por pasotismo no van a las urnas y después se quejan amargamente en la barra de un bar tienen en sus derechos exigir una gestión eficiente de sus impuestos, de su dinero (nunca mendigarlo).