Yo de niño quería ser futbolista. Sobre todo cuando uno jugaba los derbis más apasionantes: los del barrio, contra los chicos de los pisos que se sitúan abajo de mi calle, los del colegio, contra la clase de al lado. A cada gol que nos salía, más por casualidad que por talento, esa panda de niños de nueve o diez años se soñaba a si misma poniendo en pie al Bernabéu como si de Hugo Sánchez se tratase. Por cada penalti parado, uno se veía en un futuro atajando balones a la salida del corner como Zubizarreta -grande, Andoni- Walter Zenga o Paco Buyo. Incluso, nuestra ilusión nos llevaba a repartirnos los nombres de nuestros ídolos ya en el campo. A mi, que de haber sido futbolista habría sido central leñero, rara vez admitían mis amigos aquello de "¿vale que yo soy Butragueño?". Eran niños, no tontos, evidentemente.