Vivo en una ciudad, donde los gobernantes se empeñan en dar la espalda a la realidad.

Prefieren no verla.

Miran a cualquier otro lado antes que buscar soluciones a las reivindicaciones de la gente. A los problemas. Lejos de ello, sólo contribuyen a aumentar los que ya existen. Los pobres, cada vez más pobres. Gente a la que le cuesta sangre, sudor y lágrimas dar de comer a sus hijos. Personas cuyo día a día transcurre en un ir y venir constante de administración en administración, en busca de ayuda, porque de una les remiten a otra. Como si fueran pelotas en vez de personas.

Vivo en una ciudad donde te odian por decir las verdades. Te llaman demagoga por hacerlo. Te crucifican. Propios y ajenos. El sentido de la crítica, evidentemente constructiva, está perdido, en el limbo y lo que a unos nos supone un ejercicio necesario para poder vivir con la conciencia tranquila, es convertido en un objetivo a batir por otros. Cuestión de intereses. Cuestión de miedos.

Vivo en una ciudad donde se organizan actos contra la violencia de género, contra las desigualdades. Contra las desigualdades entre hombres y mujeres de este supuesto primer mundo; mientras tanto, en el perímetro fronterizo se viven verdaderas atrocidades, cometidas sobre todo contra mujeres, con la vista gorda de los mismos que dicen que las mujeres no estamos solas. No.

Qué va. Estamos acompañadas de tipos que insultan. Empujan. Pegan. No puedo evitar pensar que podría ser una de ellas. Cuestión de haber nacido unos kilómetros más para allá.

Vivo en una ciudad donde el dolor ajeno se ha normalizado. Las penas de los demás, resbalan. El conmigo o en mi contra está más de moda que nunca.

Vivo en una ciudad donde observo atónita que día a día la resignación ante las injusticias nos absorbe.

Mafalda diría aquello de "paren el mundo que me bajo".

Yo no me quiero bajar. Se lo debo a mis hijos. A los tuyos. No nos podemos resignar. Prefiero perseverar en los intentos con lo único que tengo, lo único que tenemos: ILUSIÓN.