Excepción hecha de un par de actos para la tarde del sábado, el carnaval 2009 ya es historia. Tantos meses de rumores, de idas y venidas. Tantos invitaciones de amigos para que fuera a ver sus ensayos que tendrán que ser cumplimentadas en 2010. Tantas cábalas: qué si el popurrí de este, que si aquel ha mejorado la afinación, que si a ver lo que trae este otro, descansan ya en el baúl de los recuerdos.

Y, nuevamente, comienzan a aflorar los análisis en relación al carnaval. Leo atentamente el que hace Ricardo Lacasa en El Faro de Ceuta. A Ricardo, con el que he hablado ciertamente poco, hay que leerlo por varios motivos, como su costumbrista pluma. No falta un carnaval, una semana santa o una Feria de Agosto donde no nos deje un dato histórico sobre tal o cual año. Lo que, en una ciudad con poca bibliografía sobre su pasado, no es tarea fácil.

Y mantiene Ricardo la preocupación de muchas personas por la cantera. Las infantiles, las que se perdieron, y de las que surgieron muchos de los que hoy son carnavaleros, autores y actuantes que mantienen viva la llama de Momo en tierras caballas. ¿Qué pasó, pues, con la cantera?. ¿No hay nadie capaz de sacar una agrupación de doce niños, a los que se sacaría de la calle -ya saben el argumento aquel de "prefiero que haga kung fu, voleibol o fútbol antes de que haga otras cosas- y tomarían el relevo dentro de unos años de los Jorge Pérez, Josemi, Payto o Paquito Sánchez entre otros?.

Pues haberlos, seguro que haylos. Pero el carnaval debe ser, también, autocrítico, lo que no significa ponernos todos verdes para pegarnos todo el carnaval dándonos el abrazo de Vergara (sin segundas). Lo que pasó con la cantera, estimado Ricardo, es que poner a doce niños a cantar, sin que les suponga perjuicio en los estudios y alcanzando ese punto justo en los repertorios que permita ser salados huyendo a la vez de la empanada y la malhabladuría. Lo que pasó es que nadie daba un duro por la cantera.

Y, sobre todo, porque la ilusión de un niño es volátil, maleable, fácil de hacer añicos. Cierto es que ya no hay infantiles ni juveniles. Pero, y haciendo gala de la antes mencionada autocrítica, ¿alguien se ha parado a recordar aquellas frasecitas del tipo "aprovecho ahora para ir al baño, que vienen los niños"?. Algunos de esos niños soñaban todo el día carnaval. Hoy recuerdan la ilusión de llevar un repertorio, soñando un aplauso, para encontrarse, una vez abiertas las cortinas, con los respectivos padres y abuelos. Exclusivamente.

De aquellos comentarios, muchos aprendieron una errónea lección: el carnaval es bronca, es sufrimiento en un escenario, es despreciar al que empieza, es sentirse ignorados por el público que, precisamente, debiera arroparles más por tratarse de niños. No hay compañeros: todos competimos contra todos. Si mi agrupación no canta, no aplaudo o directamente me levanto. Si no me dan un premio, me enfado y el jurado está comprado. Y aquí, antes de que nadie malinterprete, no reparto porcentajes de culpa. Todos, en mayor o menor medida, lo somos.

No hay cantera, no hay niños. A muchos, carnavaleramente hablando, se les quitaron las ganas de andar cuando apenas gateaban.