A Albert Arnold Gore lo educaron, desde niño, para ser presidente de los Estados Unidos. A fe que lo intentó: antes de su fallida opción de 2000, ya intentó plantarle cara a Bush padre en las presidenciales de 1988. Luego Bill Clinton se acordó de el para hacer un tándem electoral que pivotó al gigante norteamericano con más luces que sombras durante los años 90.

A Albert Arnold Gore lo avalaban las encuestas y el sentido común para ser presidente americano durante los 8 años. Un sistema electoral complejo y un proceso nada claro, le dejaron compuesto y sin novia. Ser el más votado -con diferencia- en todo el país y perder por unos cientos de votos en Florida le hizo ser el ganador moral de las elecciones, al menos para el resto del mundo.

En Europa, a Albert Arnold Gore lo elevaron rápidamente a los altares. Quizá consciente de ello, y mientras amagaba con volver a ser candidato, empezó a darse cuenta de que su popularidad traspasaba fronteras, con lo que decidió convertirse en abanderado de una nueva causa: el cambio climático. Gore no era presidente, pero se convirtió en un icono.

Al Gore, al más puro estilo de la solidaridad de talonario, empezó a dar conferencias por todo el mundo advirtiendo del derretimiento de los polos. Un buen día, coincidió con Alberto Vázquez Figueroa en una conferencia. El canario no ha intentado nunca ser presidente: nació para ser aventurero y contarnos historias a millones de lectores, que somos legión, en todo el mundo.

A Albert Gore, premio Nobel de la Paz ¿?, se le cambió la cara cuando el autor de Yaiza o Tuareg le desmontó su teoría de los molinos de viento. Más caros y menos efectivos, según el tinerfeño. Al Gore, el hombre que hablaba de pingüinos, ni siquiera quiso responder cuando se le preguntaba si su obsesión por los molinos de viento tenía algo que ver con su importante participación en el accionariado de una empresa española dedicada, ¿adivinan?, a la fabricación de molinos de viento. Al Gore, el hombre que hablaba de los ríos, tiene minas de bauxita. Al Gore, el hombre que vela por la pureza de los cielos, tiene una de las facturas eléctricas más caras de su entorno.

El profeta que predica una nueva religión no lo hace con el ejemplo, sino con un rostro, pues, de cemento armado. A mi me aterra el cambio climático y las consecuencias que podrá tener, la mierda de mundo que dejaremos a las generaciones venideras y el concepto que tendrán de todos nosotros. Pero cuando alguien venga a hablarme de la fundición de los polos o de la desaparición de especies protegidas, que no venga con la milonga de Al Gore, sus dos oscars, sus amigos de la farándula y sus costosas cenas. Me quedo con la preocupación de las gentes de la mar, manos y rostros encallecidas tras décadas trabajando con redes, o con el hombre del campo, que se dejó los riñones arando de sol a sol. Para ganar la batalla del cambio climático, no sólo hay que tener razón, sino gentes con legitimidad moral para difundir las teorías que hablan de que algo está cambiando. Y Albert Alnord Gore, el hombre que sobre todo quiso ser presidente, no lo es ni de lejos.