Le conocí en el verano de hace ya la tira de años. Era, creo, en 1993. Yo pisé por primera -y última vez- la piscina del Club Natación Caballa, merced a unos cursillos que aquel año, y a diferencia de otros tantos, me pude permitir hacer. Por no se qué extraña conjugación de planetas, en el verano del 93 septiembre asomaba para mi como un trámite y no como una fecha de exámenes de reválida.

El era entonces un niño, debía tener ocho o nueve años. Es más; recuerdo que me comentaba que al año siguiente haría la primera comunión. Yo lo mandaba a hacer puñetas cada vez que me lo decía. ¿Cómo coño iba a hacer la comunión un tío que nos ganaba a todos nadando y que me llegaba a mí -con mi 1,95- casi a la altura del hombro?.

Pues no le faltaba razón, y recuerdo a su madre confirmándome que, efectivamente, el zagal estaba en edad de catequésis. En aquel momento, tuve la sensación de que no había que perderle la pista a aquel rubio pecoso, capaz de mantener sin apuros una conversación con gente ocho o diez años mayor que él. No voy a ejercer de madre de la Pantoja ni de descubridor de talentos, pero creo que fui yo, si no me falla la memoria, el primero que lo entrevistó cuando aquellas sensaciones se iban confirmando. Recuerdo las caras que me ponían en mis amaneceres periodísticos cuando trataba de vender una entrevista con un pollo de trece años que, al parecer, tenía alguna facultad. Pero a todo esto, el niño se iba haciendo mayor, y vaya si crecía. El ojo clínico de un buen amigo de su familia diagnosticó lo que, cada vez, le daba en la nariz a más gente: Ceuta se le quedaba pequeña.

Y así fue. E hizo las maletas. En principio no pesaban mucho. Cada viernes: a la salida del colegio, el primer barco y carretera, en el coche del tío Miguel hacia Málaga. Partido, exhibición y regreso a Ceuta. El niño tenía, parecía, capacidad de asumir que nadie le iba a regalar nada. Llegaron unos señores de Barcelona, y se lo llevaron, posiblemente antes de saber usar una cuchilla de afeitar. De ahí en adelante, todo es historia.

Hoy el niño es una estrella mundial. Aquel rubio que nos ganaba nadando a tíos con siete y ocho años más que el ha cumplido todas las expectativas. Incluídas las del señor del ojo clínico, que responde al nombre de Manel Estiarte, y que algo debe saber de esto.

Por eso, sobran los motivos para que el nuevo pabellón polideportivo -cercano, por cierto, a su domicilio familiar- lleve el nombre de Guillermo Molina Ríos, el mejor deportista ceutí de la historia. Porque a la juventud de esta tierra no le sobran espejos en los que mirarse, y se que algunos niños del Caballa quieren ser de mayores "como Guillermo". Porque siempre hizo bandera de Ceuta y porque los homenajes hay que tributarlos en vida y, si es posible, en plenitud de la actividad por la que se colocan coronas de laureles. Y porque, en vista de que mi intuición y la de las personas que lo rodean y supieron llevar por el buen camino no ha fallado mucho, me da que, encima, lo mejor está por llegar...