Existen dos maneras de enfocar y abordar los problemas sociales. Podemos tratar de ver el dibujo completo, analizando el tema concreto desde todas sus perspectivas y en todas sus dimensiones o, por el contrario, realizar una lectura que únicamente se centre en la parte que a nosotros nos afecta. En el primer caso, nos estaremos desprendiendo del mero interés privado y asumiremos una postura responsable en busca de la raíz de la cuestión; en el segundo, sólo pretenderemos no ser salpicados. En resumen, de lo que hablamos es de la diferencia entre querer solucionar un problema y querer mandarlo lejos.

Karl Marx trató esta diferenciación básica en un artículo de 1842 titulado, de manera provocadora, “En defensa de los ladrones de leña”. El de Tréveris escribió: “El alma mezquina, endurecida, estúpida y egoísta del interés sólo ve un punto: aquel donde es herida, al igual que el cafre que, tras recibir el pisotón descuidado de un transeúnte sobre el callo que tiene en un pie, considera de inmediato a esa criatura como la más infame y abyecta que exista en el mundo. Ese hombre hace de su pie dolorido la medida que le permite ver y juzgar”. Por desgracia, esta es, fuera de toda duda, la postura predominante cuando se habla de menores extranjeros no acompañados en nuestra ciudad. Incluso gente buena, solidaria y comprometida de alguna manera en el día a día, ha llegado a interiorizar un discurso tan irreflexivo como interesado, dificultando el debate hasta un punto en el que resulta prácticamente imposible presentar una opinión diferente sin pasar a ser, de forma automática, blanco de insultos o, cuando menos, de acusaciones de ingenuidad, utopismo y progresismo naif.

Esta realidad exige que, como sociedad, paremos y pensemos un poco. En primer lugar, resulta profundamente preocupante que todo posicionamiento en favor de la protección de los más vulnerables pueda ser tachado, con tanta facilidad, de discurso “políticamente correcto”, de “tontería” bonita en el papel pero irrealizable en el terreno de lo material. Y es que esta forma de entender el fenómeno de los MENA (un significante revestido ya de estigma y negatividad) no es distinta a la que se escoge en multitud de debates públicos (inmigración, pobreza, identidad nacional, etc.) y revela una deriva siniestra desde un punto de vista democrático. Quienes exigen interpretaciones rigurosas y duras de la legislación en materia punitiva se muestran contrarios a la adopción de posturas igualmente inflexibles cuando hablamos del cumplimiento de las leyes referidas a la preservación de los derechos más básicos. En lugar de entender la democracia como “la ley del más débil”, se opta así por una ley de la jungla sin lugar para la empatía, enfoque incompatible con cualquiera de las premisas irrenunciables para un Estado que quiera llamarse Social y de Derecho y que nos acerca más a la filosofía fundante de los sistemas autoritarios.

En segundo lugar, no deja de ser llamativo que la postura “irreal” de la discusión sea aquella que se hace cargo de las consecuencias lógicas de hechos estructurales que escapan a la humilde capacidad política de una ciudad de menos de 100.000 habitantes. La de España con Marruecos es la frontera más desigual del planeta (más que la de EEUU con México, por ejemplo). Quienes aquí vivimos nos encontramos entre el “primer mundo” y lo que se denomina “tercer mundo”. Al margen de otros elementos básicos (disputa soberanista, trabajadoras y trabajadores transfronterizos, comercio atípico, globalización...), este hecho crucial debería ser suficiente para entender que la política de “frontera cerrada” es un absurdo y que el flujo de personas (menores o no) de un lado a otro en busca de una vida mejor ha de afrontarse como algo consustancial a la propia realidad política, geográfica y social de una ciudad europea en el norte de África. Lo “irreal”, lo “utópico”, es pretender convertir Ceuta en una especie de “oasis” que no tenga que hacer frente a los fenómenos de un mundo al que también pertenece.

Los menores no acompañados forman y formarán parte del paisaje social de nuestra ciudad. A partir de ahí, tenemos dos opciones: verles como lo que son, es decir, niños y adolescentes de nuestra propia comunidad a quienes tenemos la obligación (por pura ética) de intentar apartar de la calle y la marginalidad (la mejor forma, por otra parte, de garantizar tanto su seguridad como la del resto); o verles como enemigos a quienes, por perturbar nuestra tranquilidad con unos problemas derivados de vidas nada sencillas, hemos de combatir por tierra, mar y aire. Elegir, a fin de cuentas, entre civismo y barbarie.