Escuché una vez que un análisis es mejor cuantos más elementos consigue distinguir. Me parece completamente cierto. Muchos conflictos y desacuerdos encontrarían solución si, con esfuerzo, lográsemos algo tan aparentemente sencillo como diferenciar el tema de discusión. No mezclar asuntos para no terminar hablando de mil cosas a la vez. Si todas las partes supiéramos de qué estamos discutiendo cuando discutimos, los debates serían infinitamente más productivos. Por desgracia, poco tienen que ver ideal y realidad. Aún así, trataré de dejar claras algunas cuestiones que me parecen fundamentales. Sobre todo, siendo ceutí.

Resulta que Nora no sólo es musulmana, sino que es musulmana con velo. Algo, al parecer, del todo incompatible con la militancia en una izquierda que, según cierto feminismo, tendría que cerrarle sus puertas a cal y canto hasta que, arrepentida y convertida al buen camino, se decidiese a desterrar de su vestuario tan patriarcal símbolo religioso

Nora Baños es mujer, catalana y musulmana. Además, se considera progresista y entiende que debe participar de manera activa en política, motivo por el cual decidió presentarse a las primarias de Podemos para las Elecciones Europeas del año que viene. Sin embargo, su presencia en el proceso electoral ha desatado una polémica no alcanzada por ninguna otra de las candidaturas. Resulta que Nora no sólo es musulmana, sino que es musulmana con velo. Algo, al parecer, del todo incompatible con la militancia en una izquierda que, según cierto feminismo, tendría que cerrarle sus puertas a cal y canto hasta que, arrepentida y convertida al buen camino, se decidiese a desterrar de su vestuario tan patriarcal símbolo religioso. Un partido de ideales emancipadores no debe permitir que una mujer velada concurra a sus comicios internos. Este ha sido, a grandes rasgos, el planteamiento defendido por la activista Mimunt Hamido en su carta abierta contra Podemos. El debate, cómo no, estaba servido. Otra vez, cómo no, en los términos equivocados.

Se dirá, claro, que la mujer que “cree” llevar el pañuelo voluntariamente no lo hace, “en realidad”, de manera voluntaria y que, en consecuencia, su supuesta decisión libre es de todo menos libre. Pero este razonamiento se encuentra con un obstáculo insalvable desde el momento en que asumimos que se puede razonar de la misma manera con respecto a multitud (si no todos) de hábitos y comportamientos de nuestra vida social.

¿Representa el hiyab una humillación para la mujer? ¿Es el islam necesariamente machista? ¿Lo son todas las religiones monoteístas? Las respuestas a estas preguntas han sido, en muchos casos, las que han servido de fundamento para los diferentes posicionamientos de la controversia. A mí, sin embargo, me parecen absolutamente irrelevantes. Básicamente porque se trata de respuestas a preguntas equivocadas. En mi opinión, lo que debemos preguntarnos no es qué nos parece el hiyab, el islam o las religiones, sino si, en base a nuestra concepción del hiyab, del islam o de las religiones, podemos negar sus derechos a una mujer que, por decisión propia, cubre su cabello con un pañuelo. Mi respuesta es contundente: No.

Se dirá, claro, que la mujer que “cree” llevar el pañuelo voluntariamente no lo hace, “en realidad”, de manera voluntaria y que, en consecuencia, su supuesta decisión libre es de todo menos libre. Pero este razonamiento se encuentra con un obstáculo insalvable desde el momento en que asumimos que se puede razonar de la misma manera con respecto a multitud (si no todos) de hábitos y comportamientos de nuestra vida social. Y lo que vale para todo no vale para nada. ¿Acaso el gusto por el pintalabios, el maquillaje o la depilación no puede considerarse también producto de una sociedad machista que determina lo que es femenino y lo que no? ¿Es menos libre la mujer que se tapa “porque quiere” que la que se desnuda “porque quiere”? ¿Qué decisión libre es “realmente libre”? ¿Cuál es el grado de presión social que marca el límite? ¿Quién decide tal cosa? Si reconocemos que, aunque el zapato de tacón nos pueda parecer un claro símbolo patriarcal, sería un disparate (por suerte) prohibir llevar tacones a la mujer que “libremente” desea hacerlo, no nos queda más remedio, por pura coherencia, que echar mano de un razonamiento idéntico respecto al velo. Sin que esto signifique que tenga que gustarnos el hiyab, del mismo modo que da exactamente igual si nos agradan o nos desagradan los tacones.

si creemos que quitarse el velo es un derecho, tenemos que reconocer que ponérselo también lo es. En una dictadura teocrática, la mujer está obligada a taparse; en una democracia, no debe estar obligada a destaparse, por más que podamos estar en desacuerdo con el motivo que le lleva a tomar la decisión de ir tapada.

Una diferencia fundamental entre dictadura y democracia es que, en democracia, la mayoría de edad nos otorga capacidad de elección. Quienes defendemos, por poner un ejemplo extremo, el derecho a una muerte digna, lo hacemos porque, a diferencia del PP, entendemos que la vida, si es un derecho, no puede convertirse nunca en una obligación y mucho menos en un castigo. Para que algo pueda ser un derecho tiene que existir la posibilidad de rechazarlo, de elegir no practicarlo. Por lo tanto, si creemos que quitarse el velo es un derecho, tenemos que reconocer que ponérselo también lo es. En una dictadura teocrática, la mujer está obligada a taparse; en una democracia, no debe estar obligada a destaparse, por más que podamos estar en desacuerdo con el motivo que le lleva a tomar la decisión de ir tapada.

La obligación que tenemos como sociedad democrática es la de procurar crear los entornos adecuados para que las decisiones individuales sean, de verdad, lo más individuales y libres posible. Pero eso no se consigue persiguiendo ni sancionando a quienes, cuando eligen, optan por la elección que no nos gusta. Al contrario, cuando se pide excluir a las mujeres veladas, estamos pidiendo hacer con ellas lo mismo que en las teocracias hacen con las no veladas. Con el laicismo como coartada, llevamos a cabo un comportamiento absolutamente religioso y radicalmente opuesto a la esencia misma del laicismo.

Para terminar diré que, por si hace falta aclararlo, no me gustan las religiones. Síntoma del mundo en el que vivimos es que alguien como yo, no creyente desde los quince años, se vea obligado a emplear más tiempo en hablar de estos temas que en pregonar las bondades de vivir sin religión. No es por puro desinterés. Es que, recordando el poema de Martin Niemöller, quiero que cuando vengan a buscarme a mí también haya gente que me pueda defender.