Tras el final de la II Guerra Mundial, los países europeos reiniciaron sus proyectos partiendo de una premisa común: el antifascismo. Una desolación continental que no podía volver a repetirse logró que, aun pudiendo albergar visiones diferentes de la sociedad, todos los actores políticos coincidieran en que la discusión de ideas sólo podía darse dentro del marco antifascista. Tanto democristianos como socialdemócratas, las dos sensibilidades que más protagonismo alcanzarían en Europa Occidental, participaron de ese consenso. Quien no lo hizo, en líneas generales, sólo pudo desenvolverse en la marginalidad. España, no obstante, es una de las excepciones.

A diferencia de lo ocurrido en el resto del continente durante aquellos años, aquí no triunfaron la democracia, el antifascismo ni el estado de bienestar, sino la dictadura y el terror. Cuarenta años de propaganda franquista contra quienes se opusieron a la barbarie y defendieron la democracia y el orden constitucional en nuestro país, pues, crearon una imagen de la República Española que no comenzó a ser revertida, como era de esperar, a la muerte del caudillo. Al contrario, la Transición Española, al no construirse a partir de la ruptura con el régimen anterior, sino a través de reformas dirigidas desde su interior, no inició ningún proceso de memoria democrática que estableciera un relato veraz y justo con quienes habían protagonizado el proyecto más ambicioso, moderno y justo de, al menos, el último siglo en España. La democracia, a su regreso, olvidó a sus demócratas.

Así las cosas, mientras que en el resto de Europa las fuerzas políticas de derechas rendían homenaje junto a las izquierdas a quienes pusieron el cuerpo contra el fascismo en cualquiera de sus variantes, el nacionalcatolicismo antidemocrático español sigue siendo justificado en nuestro país sin ningún tipo de complejo cuando se habla de lo que aquí ocurrió entre 1931 y 1975. Al no haberse producido jamás una reversión del discurso contra la democracia fijado por los verdugos de la democracia, nuestro demócratas caídos siguen sufriendo las humillaciones de quienes, al no poder presentar un solo argumento decente a favor de lo defendido por el bando franquista, manchan su memoria estableciendo una especie de equivalencia moral entre unos y otros, esgrimiendo esa perogrullada de que “los republicanos también mataron”. Pensarán estos eruditos que quienes vencieron (republicanos españoles incluidos) al nazismo en Europa lo hicieron mediante besos y flores.

Todo esto sirve para explicar, grosso modo, por qué tantos y tantos conciudadanos que, sin duda, se consideran a sí mismos personas justas y decentes, se oponen a que se intenten cerrar las heridas que, por los motivos que sean, nunca pudieron cerrarse en el pasado. Son incapaces de desprenderse de un relato franquista que tienen asumido hasta las trancas. Basta que un grupo parlamentario local, Caballas en este caso, lance una propuesta dirigida a que se reconozca la dimensión histórica de Sánchez Prado y no se manche su memoria, para que comiencen a surgir voces de supuestos demócratas atacando todo aquello por lo que Sánchez Prado dio su vida en 1936, que no fue otra cosa que la defensa de la legitimidad republicana frente la traición del general Francisco Franco y quienes secundaron su rebelión. Son la prueba viviente de que hablar de la memoria no es, en ningún caso, hablar del pasado.