Suele aparecer, en cada conversación acerca de las causas que durante cerca de dos décadas han propiciado sucesivas mayorías absolutas del Partido Popular en nuestra ciudad, un manido lugar común: “En Ceuta, la gente no vota al PP, sino a Juan Vivas”. Esta aseveración, tan simplista como (en mi opinión) falaz, tiene de su lado la fuerza irrebatible del perogrullo: un candidato bueno es mejor que uno malo.

Efectivamente, Vivas ha sido y sigue siendo —a pesar de su acusado desgaste—  el mejor candidato posible de la derecha ceutí. Sin embargo, si a la hora de analizar los extraordinarios triunfos electorales del PP, no pasamos del gancho y el carisma de su principal referente, estaríamos reconociendo que bastaría con un mero recambio de liderazgo para que la gran mayoría de votantes azules se decidiera por otras opciones a la hora de elegir papeleta. Del mismo modo, la pérdida de cinco diputados populares, pasando de dieciocho a trece en las últimas elecciones municipales, se debería en su totalidad a la percepción ciudadana de un Vivas “menos simpático”. Creo que resulta evidente que se trata de un planteamiento errado y profundamente superficial que ignora el importante trabajo ideológico en el que la derecha política local se ha empleado a fondo durante años, produciendo una subjetividad que, aun manteniéndose como la dominante, se ha visto resentida en los últimos tiempos.

Al igual que Mariano Rajoy gobierna no gracias a la ilusión, sino a la desilusión y el cinismo del “no hay alternativa”, hace tiempo que ni Vivas ni el PP son capaces de congregar anhelos y esperanzas en torno a ningún proyecto de futuro. No se sirven de un estado de ánimo optimista e ilusionante, sino, al contrario, de una ciudadanía desencantada cuyo núcleo duro les sigue siendo fiel aunque sea en secreto y con la nariz tapada.

Por supuesto que la figura de Juan Vivas es un elemento que no se debe obviar y cuya relevancia puede ser, de hecho, decisiva en un contexto en el que la mayoría absoluta dependerá, seguramente, de unos cientos de votos. Pero la clave explicativa fundamental va más allá de los méritos o deméritos del Presidente, de la mayor o menor capacidad de un individuo u otro a la hora de despertar más o menos afectos personales. Si el Partido Popular ha disfrutado de unos apoyos sin parangón ha sido por su capacidad a la hora de ser visto como la única formación capaz de garantizar, mal que bien, una determinada “identidad caballa” percibida en permanente riesgo.

Al igual que Mariano Rajoy gobierna no gracias a la ilusión, sino a la desilusión y el cinismo del “no hay alternativa”, hace tiempo que ni Vivas ni el PP son capaces de congregar anhelos y esperanzas en torno a ningún proyecto de futuro. No se sirven de un estado de ánimo optimista e ilusionante, sino, al contrario, de una ciudadanía desencantada cuyo núcleo duro les sigue siendo fiel aunque sea en secreto y con la nariz tapada. Son beneficiarios de la desconfianza y el miedo que, con respecto a los proyectos alternativos que sí necesitan de optimismo y perspectivas para poder prosperar, han sabido instalar en las mentes de una buena parte de la sociedad. “El PP es un desastre y está lleno de corruptos, pero los otros quieren darle Ceuta a los moros”. Esta estupidez pero “verdad social” que dibuja un escenario dividido entre un “orden” representado por un Partido Popular (y su muleta naranja) golpeado pero resistente y un “caos” repartido entre las distintas fuerzas progresistas es la realidad sobre la que se ha asentado la hegemonía reaccionaria que al otro lado del Estrecho constituye la principal carta de presentación de nuestra ciudad. Y cuya deconstrucción no pasa tanto por el candidato del PP, sino por que la oposición sepa desprenderse del disfraz asignado por el adversario. Es decir, por disputarles el orden.