- “En un Estado de derecho los únicos actos de protesta legítimos son aquellos que respetan las leyes”; “la solución a todos los problemas se haya en el cumplimiento de los cauces democráticos”; “en una democracia nadie tiene derecho a saltarse la ley”.

Todas estas frases, estos lugares comunes tan oídos últimamente en las tertulias de nuestros Marhuenda, Inda y demás todólogos, son, en teoría, irrebatibles. Lo que ocurre es que de la teoría a la práctica hay un trecho. Desgraciadamente, hoy día el deber ser poco tiene que ver con el ser y la política es mucho más compleja.

Para defender esas afirmaciones con respecto a las últimas actuaciones del SAT habría que partir de la base de que en el Estado Español, efectivamente, vivimos en una democracia, pero, ¿qué es una democracia? Una democracia es el sistema político en el que el poder emana del pueblo. Una democracia, básicamente, debe consistir en el reparto de poder, reparto que se debe llevar a cabo a través de la garantía de una serie de derechos sociales (educación, salud, vivienda, derechos laborales, etc.), base material que hace posible que la puesta en práctica de los derechos civiles (voto, libertad de expresión, libre asociación, etc.) pueda efectuarse en verdadera libertad. Una persona que no tiene qué comer no es una persona libre. Una persona que no sabe si mañana o pasado seguirá conservando su puesto de trabajo no es una persona libre. Decir que la democracia consiste en que tanto Amancio Ortega como un indigente pueden depositar un voto en una urna es una tomadura de pelo.

La democracia es mucho más que un acto procedimental, ha de tener un contenido y cuando desde el Gobierno se llevan a cabo ataques brutales sistemáticos contra los derechos sociales, contra el contenido, se está violando la democracia, independientemente de que ese Gobierno esté apoyado y abalado por una cómoda mayoría absoluta. Es a partir de ese momento cuando el pacto social se rompe y se da plena legitimidad a que los de abajo, a que las víctimas de las políticas antidemocráticas procedentes de arriba, se organicen y exijan, precisamente, democracia. Que los actos escogidos para la protesta sean más o menos respetuosos con ciertas leyes es, prácticamente, irrelevante desde el punto de vista del análisis político. Al fin y al cabo es la ley de los de arriba, una ley que no nos permite echar del Gobierno por la fuerza a un partido que ha incumplido por completo su programa electoral, su contrato con la ciudadanía. Una ley que ampara la estafa de esta manera es una ley que no respeta los principios democráticos. Desde el poder se están llevando a cabo medidas que nadie ha apoyado con su voto. Protestar contra ellas y contra sus consecuencias sociales con las armas de las que disponemos es deber de todo demócrata. Es hacer política. El SAT hace política, de la buena, de la que genera debates.

La política no se reduce a lo marcado por la ley. La política es todo lo que nos rodea y condenar algo por el simple hecho de que sea “ilegal” sin tener en cuenta las condiciones objetivas y subjetivas y los motivos que conducen al acto en sí es un ejercicio propio de perezosos mentales que asumen como intocables las supuestas verdades absolutas lanzadas por un poder injusto situado en la ilegalidad ética y moral. Es renunciar al pensamiento crítico casi en la misma medida que los eruditos que sueltan absurdeces del tipo “¿te gustaría que entraran a robar en tu casa?” o “¿por qué no asaltáis un banco en vez de un supermercado?”. En serio, algunas comparaciones que pretenden ser lúcidas nos dan vergüenza ajena a los que intentamos debatir en serio sobre el tema.

Decir que nada justifica saltarse la ley es una idiotez. Por supuesto que hay justificaciones, la historia está llena de ejemplos. Para hablar de la acción del SAT hay que hablar necesariamente del paro y la pobreza en Andalucía, del fraude fiscal no perseguido de las grandes fortunas y las grandes empresas (el “asaltado” Carrefour, sin ir más lejos, debe a la Hacienda Pública más de 300 millones) y, en definitiva, de todo un sistema que carga sobre los hombros de los humildes las cargas de una crisis que no han creado. Algunos defensores de las políticas del Gobierno dicen que esto es mezclar las cosas, prueba fehaciente de que es, precisamente, ir al centro del problema. Estos palmeros que atacan a Diego Cañamero y piden su ingreso en prisión hablan mucho de la Constitución Española, pero curiosamente, siempre lo hacen para condenar las acciones de protesta de los de abajo. Nunca hablan, por ejemplo, del artículo 128, ese que dice que toda riqueza debe estar subordinada al interés general y en el que se contempla la figura de la expropiación de empresas. De las que no pagan a hacienda, por ejemplo. Tampoco citan la Constitución para defender la Educación Pública, ni los derechos laborales, ni mencionan jamás ninguno de los artículos que nos defienden a los de abajo. Al parecer, esos artículos no son importantes y pueden ser saltados a la torera, tanto por la banca como por el mismo Gobierno.

Exigir a la población combativa andaluza que respete los derechos constitucionales que defienden los intereses de los poderosos mientras desde los poderes públicos y económicos se vulneran sistemáticamente aquellos puntos que protegen la dignidad de las mayorías sociales es ser un sinvergüenza. No me pidan que yo lo sea. No me pidan que condene a Diego Cañamero, un hombre que lo único que ha hecho durante toda su vida ha sido trabajar por dos duros, que ha pasado por prisión cinco veces y que lucha por los intereses de la mayoría. No me pidan que condene al SAT por expropiar material escolar por valor de 2.000 euros a una empresa que debe cientos de millones mientras acumula beneficios. No me pidan que les exija a los pobres una muerte silenciosa, no me pidan que condene el grito desesperado de las víctimas. No quiero ese peso sobre mi conciencia. No quiero ser un sinvergüenza.