iglesias errejón
Julio Basurco

Sobre la ruptura entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón siempre han existido dos tipos de explicaciones, una en clave interna o “personal” y otra de carácter más político, divididas a su vez, cada una, en dos versiones enfrentadas. Con respecto a la clave interna, un "bando" afirma que Íñigo Errejón nunca aceptó el resultado de Vistalegre II, que es un conspirador, alguien enormemente inteligente y capaz, pero de ambición desmedida, que utilizó los recursos de Podemos para montar un partido propio desde el que sabotear a quienes habían sido generosos compañeros; frente a esta visión, se plantea que tal generosidad nunca existió y que, desde el primer momento, fue la dirección de Podemos la que trató de dinamitar la candidatura de Errejón a la Comunidad de Madrid por miedo a que su posible triunfo electoral pudiera traducirse en el futuro éxito de sus tesis (y su figura) a nivel interno.

Considero que este tipo de explicación, en cualquiera de sus dos vertientes, debe ser rechazado por quienes no tenemos forma de saber lo que realmente ha ocurrido. Las apelaciones a egos, traiciones o conspiraciones palaciegas suelen obstaculizar el camino (más difícil) hacia la verdad y propiciar que cada cual “arrime el ascua a su sardina”. Es decir, quienes no estamos en Madrid y no hemos participado de ciertas luchas de poder internas (propias de todos los partidos y colectivos), optaremos, normalmente, por la versión que más nos apetezca creer en base a filias y fobias personales: si no nos gusta Íñigo, Íñigo será un cobarde y un traidor y, si aborrecemos a Pablo, será Pablo el déspota que no soportaba la sombra de su ex número dos. En definitiva, si pretendemos zanjar la cuestión de tal manera, lo único que nos queda es decidir quién nos parece peor persona. Y eso puede servir para enfrentar una mala telenovela, pero raramente será útil a la hora de explicar algo que, a todas luces, exige profundidad y menos apasionamiento de brocha gorda.   

"Al igual que Alberto Garzón, también veo un “bloque histórico” formado por Podemos, el partido de Íñigo Errejón, Izquierda Unida, Compromís y Ada Colau y los comunes, entre otros"

En ese sentido, encuentro mucho más oportunas las dos versiones de la explicación centrada en las diferencias entre proyectos. Básicamente (y de forma extremadamente resumida) son las siguientes: de un lado, se defiende que el proyecto de Íñigo Errejón, continuador de la "hipótesis populista" en busca de una transversalidad rompedora de un eje "izquierda-derecha" que constriñe enormemente cualquier posibilidad de ruptura, constituye, a efectos prácticos, la aceptación de "las reglas del juego" dadas, renunciando así a toda propuesta transformadora y favoreciendo, por el contrario, al apuntalamiento acrítico de lo que representa el PSOE; de otro, el planteamiento es que el Podemos actual ha decidido ocupar el espacio simbólico y electoral de IU, traicionando un espíritu fundacional que supo conectar con un amplio sector social capaz de comulgar con la esencia contestataria de los morados, pero al que habría que dar por perdido desde el momento en que se adoptaran lenguajes o simbologías propios de una "izquierda clásica" asumida como marginal y "de protesta" en el marco mental de la mayoría. 

Ambas visiones, creo, tienen parte de razón. No se puede negar que muchas de las mejores cabezas y de los intelectuales orgánicos que rodearon a Podemos (y que a muchos nos enseñaron y siguen enseñando a pensar) están hoy con Más País. En los últimos tres años, Podemos ha perdido “intelligentsia” y, con ella, capacidad para imaginar y crear marcos, estrategias y discursos encaminados a la ampliación de espacios. La infame campaña de acoso y derribo (absolutamente real) dirigida desde las cloacas del Estado, con sus repugnantes altavoces mediáticos (algún día se podrá y deberá hablar en serio de la extrema gravedad que entraña esta cuestión), ha producido, en muchas ocasiones y tal vez de manera lógica, cierres de filas que hacían muy difícil la discusión sincera y serena de ideas, envalentonando, además, a aquellos “repartidores de carnets” (normalmente, los últimos en llegar) que en toda organización siempre aguardan deseosos el momento de enarbolar las antorchas a la búsqueda de herejes e infieles.

Todo lo anterior es cierto, pero también lo es que en el Podemos que logró revolucionar el tablero político en unas elecciones europeas y consiguió casi setenta diputados y diputadas año y medio después habitaba una evidente pulsión impugnadora que no se percibe en el proyecto de Errejón. A Más País se le ataca con argumentos con los que también se atacó a Podemos, sí, pero el discurso del primer Podemos, aun recibiendo críticas de los sectores más dogmáticos e “izquierdistas” (hay cosas irremediables en esta vida), era, a diferencia del de Más País, inequívocamente “antiestablishment”. Esa fue su principal virtud: que, aun evitando “marcos perdedores” y sin situarse (casi) nunca en los lugares cómodos para el adversario, supo mantener un perfil que de manera clara era percibido por el grueso de la ciudadanía como contrario al interés de los poderes oligárquicos. Existía “algo” que lograba combinar pragmatismo con audacia, tacticismo con fidelidad a los ideales, discurso con programa, realismo con ambición transformadora.

"Para muchas y muchos de quienes ya militábamos en Podemos desde antes incluso de la existencia “formal” de Podemos, el desencuentro entre los dos principales artífices de los enormes éxitos de 2014 y 2015 ha producido siempre más desasosiego que ilusión"

¿Qué era ese “algo”? Un tándem perfecto entre lo representado por Pablo y lo representado por Íñigo. De ahí que, para muchas y muchos de quienes ya militábamos en Podemos desde antes incluso de la existencia “formal” de Podemos, el desencuentro entre los dos principales artífices de los enormes éxitos de 2014 y 2015 haya producido siempre más desasosiego que ilusión por reforzar ninguno de los bloques, aun habiéndonos posicionado cuando lo hemos considerado pertinente. Hoy, por ejemplo, es pertinente.

Al igual que Alberto Garzón, también veo un “bloque histórico” formado por Podemos, el partido de Íñigo Errejón, Izquierda Unida, Compromís y Ada Colau y los comunes, entre otros. Por eso mismo, en un momento de disputa real del poder político con el PSOE, creo que la obligación de todas estas fuerzas, corrientes o sensibilidades era la de apoyar a quien estaba presentando pelea, es decir, a Unidas Podemos. Con matices tal vez, pero sin fisuras. Sin homogeneidad en el estilo, pero con firmeza, dejando claro que asistíamos a una batalla entre el partido del régimen por excelencia y los representantes de la transformación social en un sentido emancipador. Pedro Sánchez, en su discurso de gestión de culpas (“el relato”), salió beneficiado de que no hubiera una voz rotunda y unánime que dejara claro que, una vez más, el Secretario General más mediocre de la historia del Partido Socialista trataba de neutralizar cualquier contrapeso de izquierdas para poder apoyarse en las derechas de cara a la implementación de políticas estratégicas. Era legítimo estar en desacuerdo con la forma de afrontar la negociación de UP; no lo era, en mi opinión, no mostrar unidad de puertas hacia afuera.

Es posible que la irrupción de un nuevo actor electoral logre sacar a gente de la abstención y ensanchar el denominado “bloque progresista”. Sin embargo, una vez pasadas las elecciones y llegado el momento de lograr investidura y gobierno, todo apunta a que la actitud “pacificadora” de Más País, repartiendo culpas tanto a un lado como a otro y haciendo primar el acuerdo en sí por encima de condiciones como la entrada en el Consejo de Ministros o el reparto de competencias como garantía del cumplimiento de lo pactado, beneficiará, probablemente, a aquello que Sánchez ha perseguido desde el minuto uno y por lo que nos ha conducido a nuevas elecciones: un gobierno monocolor que deje claro a los españoles y las españolas que, frente a las tres derechas, la única formación con capacidad de tocar poder estatal es y será siempre el PSOE. Y eso ya lo hemos visto.