La semana pasada, dos políticos locales publicaban sendos artículos de título similar. A un lado, Carlos Rontomé (PP) y su “Nosotros, los entes”; a otro, Juan Luis Aróstegui (Caballas) con “Entes raros y extraños”. Efectivamente, ambos se servían —aunque para expresar opiniones distintas y llevar el tema a cuestiones diferentes— de las recientes palabras de Julio Anguita sobre Ceuta y Melilla. Mientras que Rontomé “atizaba” al histórico alcalde de Córdoba dejando caer que, cuando menos, despreciaba a ambas ciudades (“parece que cuando el prócer de la izquierda utiliza este término está pensando en la tercera acepción del diccionario: sujeto ridículo o extravagante”), el diputado de Caballas apuntaba contra quienes, de manera hipócrita, se han rasgado las vestiduras ante un comentario sacado de contexto (“los fariseos del patriotismo ceutí se han lanzado al ataque desenfrenado contra quien, según ellos, nos ha insultado en gravedad”). Lo cierto es que si acudimos a la fuente original —una charla sobre Proceso Constituyente en la Universidad de Córdoba—, comprobaremos que, en el mejor de los casos, Carlos Rontomé se precipitó a la hora de juzgar aquello que no se había molestado en analizar un mínimo.

En su exposición, Anguita no usó el término “ente” únicamente para Ceuta y Melilla, sino que, apenas un minuto antes, lo hizo para referirse también a todos los sujetos políticos que, en caso de abrirse un diálogo sobre la cuestión territorial, deberán sentarse a negociar un nuevo marco de convivencia. Cita: “Nos encontramos todavía con el problema mayor: qué entes federados se reconocen entre sí como pactantes. Dicho de otra manera: qué territorios del Estado Español reconocen a los demás como capaces de pactar en pie de igualdad”. Partiendo de que el ex dirigente del PCE utiliza “ente” como sinónimo de “sujeto” (sea éste Ceuta, Andalucía o Catalunya, sea una región o una nacionalidad, etc.), cualquier intencionalidad negativa que se le achaque, de manera específica, contra las ciudades autónomas queda descartada por mera lógica. Cosa diferente sería que lo ofensivo para el vicesecretario de Estudios y Programas del PP no hubiera sido lo de “entes”, sino lo de “raros y extraños”, pero, en ese caso: 1) No es eso lo que dice en su artículo. 2) Que el encaje de Ceuta y Melilla constituye una excepción (algo “raro”) con respecto a la Constitución territorial de nuestro país es un hecho objetivo.

Y es precisamente en esa línea en la que sí va el artículo de Aróstegui, argumentando que lo grave no es que alguien diga que Ceuta es una cosa extraña, sino que, efectivamente, lo sea. Ante esta realidad, los y las ceutíes tenemos dos opciones: reducirlo todo a un problema de “ignorancia” o “estupidez” por parte de todo aquel que, desde la Península, se atreva a herir nuestro “sentimiento nacional” (lo que equivale a mirar al dedo que apunta a la luna) o, por el contrario, reconocer que Ceuta y Melilla conforman una “excepcionalidad” jurídica y administrativa contra la que, en la medida de nuestras posibilidades, debemos luchar (mirar a la luna). Elijan la opción más inteligente y productiva.

Una vez cerrada esta polémica, el artículo de Rontomé nos aporta elementos sobre la cuestión nacional dignos de tener en cuenta para el debate de ideas. El politólogo, siempre en un tono irónico que ameniza la lectura, echa mano de Ortega y su obsesión con “el problema de España” para, no sólo meterse (burlarse) con Julio Anguita, sino con todo aquel que se atreva a plantear, dentro del Estado, el reconocimiento de naciones históricas diferentes a la española, pudiendo —tal vez de manera interesada— hacer caer al lector en la trampa de la no distinción entre Estado (construcción político-institucional) y Nación (realidad sociopolítica). Rontomé carga contra “esa izquierda redentora que tiene solución para todo”. Soluciones, según él, además, nada complejas (“pobre Ortega, toda la vida dándole al caletre y resulta que la respuesta era así de sencilla”). Lo que aquí se revela es crucial para entender la forma que tiene y ha tenido históricamente nuestra derecha política de abordar la cuestión catalana.

En el desprecio hacia todo el que intenta aportar soluciones basadas en el pacto y el reconocimiento del “otro”, lo que se lee entre líneas no es más que la certeza absoluta de que el problema “no tiene solución”. En el caso de Rontomé, podemos omitir lo de “entre líneas”: él mismo lo ha afirmado en alguna que otra tertulia a la hora de hablar de las “dinámicas” de los nacionalismos periféricos. En ese sentido, es verdad, sigue a Ortega, quien, como recuerda Enric Juliana en el recién publicado libro colectivo “Repensar la España plurinacional”, afirmaba lo siguiente frente a Azaña en las Cortes de la II República: “Es un problema perpetuo, que ha sido siempre, y seguirá siendo mientras España subsista. Este es el caso doloroso de Cataluña”. No obstante, continúa Ortega: “el nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelven en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse (…) Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buenaventura los desnutre y reabsorbe”.

Podemos estar de acuerdo en que el nacionalismo, como realidad, no tiene “solución”. Pero lo que esto significa, lo que vemos que dice Ortega, es que sus aspiraciones no pueden ser erradicadas por la fuerza, sino sólo a través de la articulación de proyectos seductores. Precisamente, por su naturaleza de “problema perpetuo”, es ridículo pretender zanjar nada poniendo “pie en pared” (lo que sí que es pensar que “la respuesta es así de sencilla”). Cuando Rontomé se burla de quienes proponen posibles soluciones, argumentando, con sorna, que “tienen una solución para todo”, lo que parece estar diciendo es que la única solución pasa por una “no solución”, es decir, por aquello que surge cuando las discrepancias no se cierran a través del acuerdo: la violencia (de algún tipo). Quienes dicen que no hay solución, están afirmando, en última instancia, que la “solución” consiste en imponer un criterio (sea la unidad, sea la independencia) mediante el uso de la fuerza, una postura que niega la posibilidad de la política, utiliza la ley como refugio, enquista el problema y aleja cada vez más a Catalunya de España. No hay nada más funcional a las aspiraciones independentistas que la negación, por parte del nacionalismo español, de la realidad diversa, heterogénea y, sí, plurinacional, de nuestra patria. Por mucho que acudamos a Ortega.