Hace unos días, comenté a mi hermana y un par de amigos la conclusión a la que había llegado acerca de un personaje de una serie de televisión. Tras la exposición, me señalaron un elemento que no había tenido en cuenta y que, decían, invalidaba mi teoría. De primeras, intenté defender mi postura y buscar rápidamente en la memoria (no podía ser que no hubiera caído en la evidencia que ellos señalaban) algo que me permitiera mantenerla. Finalmente, y al verme sin una respuesta digna, no pude más que reírme y reconocer que todo mi argumento se había ido al carajo.

Por desgracia, este tipo de diálogo no suele darse en los debates políticos (o que surgen a raíz de un tema político). Sencillamente, no hay respeto por los procesos de razonamiento, por la verdad en un sentido filosófico; sólo importa aparentar que se gana y que el otro, aunque resulte evidente que ha derribado tu argumento y te ha hecho caer en una contradicción insuperable, no tiene razón. Pondré un ejemplo.

Con motivo de la polémica suscitada en nuestra ciudad por la dimisión del vicario, el partido en el que milito, Podemos, expresó su opinión (irrelevante para lo que nos ocupa) en redes. Entonces, un militante del PSOE manifestó que le parecía que un partido que aboga por la laicidad de las instituciones no debería pronunciarse sobre un “hecho religioso privado”. Una postura absolutamente respetable. Tras un rato de discusión puramente política en que yo defendía que sí hay circunstancias en las que, por muy laico que se sea, cabe pronunciarse, caí en la cuenta de que su partido se pronunció (y yo pienso que hizo bien) tiempo atrás sobre otro “hecho religioso privado”. Se lo recordé y él, lejos de mostrarse crítico, defendió que en aquel caso sí que estuvo bien.

decir que no hay que pronunciarse sobre hechos religiosos es incompatible con defender que sí que hay casos (el del PSOE que él justificaba) en los que sí hay que hacerlo

La contradicción en el razonamiento resulta evidente. Su argumento ya no era que no había que pronunciarse sobre hechos religiosos privados, sino que había casos en los que sí que había que hacerlo (aunque después tengamos opiniones diferentes sobre en qué casos sí y en qué casos no), exactamente lo que yo, y no él, había estado diciendo. Había cambiado de “por qué”, de criterio. Mientras que al principio de la discusión se apoyaba en que no había que pronunciarse PORQUE hablábamos de un hecho religioso, ahora estaba diciendo que no había que pronunciarse PORQUE el caso concreto no le parecía que lo mereciera (respetable, insisto), dos cosas absolutamente diferentes. Salta a la vista, para cualquiera que razone, que el factor “hecho religioso” ha quedado invalidado como criterio que decide cuando pronunciarse y cuando no, que defender el pronunciamiento sobre un hecho religioso concreto (el del PSOE o cualquier otro) resulta incompatible, en términos puramente lógicos, con defender el no pronunciamiento sobre hechos religiosos, sin distinciones entre casos concretos.

Intenté hacerle ver el error argumental en el que había caído, su contradicción. Y todo se volvió un disparate. Empeñado en no reconocer lo evidente, dijo que en ningún caso se había equivocado, que el problema era mío por no (querer) entenderle y que yo era un dogmático que no aceptaba un pensamiento diferente. Se mostraba incapaz de comprender que yo no le estaba diciendo que su postura de no pronunciamiento sobre el caso concreto del vicario estuviera mal ni bien, sino que le señalaba un mero error de lógica y no de opinión: que decir que no hay que pronunciarse sobre hechos religiosos es incompatible con defender que sí que hay casos (el del PSOE que él justificaba) en los que sí hay que hacerlo. Que había que elegir o un argumento o el otro porque son lógicamente incompatibles, que no se puede decir No y Sí al mismo tiempo.

De este modo, la carta del sectarismo es usada, paradójicamente, contra aquel que pretende que la razón, con independencia de sesgos ideológicos y visiones políticas, se abra paso entre tanto prejuicio.

Parecía no entender que reconocer algo tan obvio ni siquiera implicaba tener que cambiar su opinión respecta al caso concreto del vicario, que aun eligiendo una de las dos opciones excluyentes  entre sí podía seguir pensando y defendiendo que Podemos cometía un error al pronunciarse. No asimilaba que ya no era un debate político, ni sobre opiniones, sino un debate puramente “técnico”, sobre razonamientos bien o mal articulados. No era una crítica de juicio, sino de razón. Imposible. Según él, todo se reducía a que yo estaba empeñado en que compartiera mi opinión sobre el acierto de Podemos a la hora de pronunciarse. Ridículo.

Algunos podrán decir que esta persona concreta, leído lo leído, es, simplemente, tonta. Ocurren dos cosas: por un lado, algo le conozco y creo que no lo es. Por otro, resulta que no es una actitud aislada, sino bastante común. Conceptos como dogmatismo, fanatismo o sectarismo están tan manoseados que ya apenas se utilizan para aquellos casos en los que son verdaderamente descriptivos y pertinentes. Ni siquiera requieren ya de explicación o definición; han pasado a concebirse como “murallas” que cierran toda discusión, “validando” cualquier estupidez objetiva que se pretende hacer pasar por “libertad de expresión” o “diferencia de opinión”, pervirtiendo así estos dos conceptos tan hermosos y fundamentales.  De este modo, la carta del sectarismo es usada, paradójicamente, contra aquel que pretende que la razón, con independencia de sesgos ideológicos y visiones políticas, se abra paso entre tanto prejuicio. Si alguien se empecina en hacernos entender algo, le decimos que “no respeta nuestra opinión” y le llamamos sectario. Y ya no hace falta apoyar lo que defendemos en ningún razonamiento lógico, en ninguna construcción argumental coherente y bien estructurada.

Sectarismo no es defender a ultranza una postura razonada mientras no haya ningún contraargumento capaz de quebrar el razonamiento que la sostiene. Al contrario, eso se llama, simplemente, tener una opinión, defender lo pensado y reflexionado. Nos encontramos ante un pensamiento (siendo generosos en el término) sectario cuando los argumentos y la lógica aristotélica más básica dan absolutamente igual porque lo único que importa es la defensa de lo expuesto en el primer momento, aunque el avance del diálogo, con el consecuente recorrido de la razón, nos haya conducido a un lugar en el que nos damos cuenta de que acabamos de decir algo incompatible con lo defendido al principio. Lo honesto es reconocerlo; lo sectario es “no bajarse del burro” (nunca mejor dicho) y huir hacia delante sin ningún respeto por la verdad. En cierta medida, ser un sectario no es más que ser un caradura.