Frank Sobotka es un personaje de ficción de la serie “The wire”. De ascendencia polaca, todo su mundo gira en torno al puerto de Baltimore, lugar donde trabaja y en el que, a través del sindicato que preside, se deja los días luchando -desde dentro y fuera de la ley- para que sus compañeros estibadores tengan horas de trabajo y puedan mantenerse en caso de baja laboral. En una escena de la segunda temporada, durante una reunión ante un encorbatado que defiende los intereses del poder frente a los derechos de los trabajadores portuarios, Sobotka lanza la siguiente pregunta a su interlocutor: “¿Dónde estudia tu hijo?” Respuesta: “En Princeton”. La conclusión que el espectador saca de la conversación es la siguiente: “Claro, tú defiendes a los ricos porque nunca has tenido problemas para llegar a fin de mes, no has tenido que cargar cajas, no has visto a tu padre mendigar trabajo, vives como Dios y te da igual lo que pase aquí, lo que pase en mi barrio, lo que pase en la casa de un estibador al que sólo le han dado cinco días de trabajo en un mes”.

Frank Sobotka acierta en su análisis. Es muy común y comprensible que aquellos que se benefician de un régimen injusto trabajen para perpetuar dicho régimen. El problema surge cuando los de abajo, en lugar de usar el argumento personal en la línea de Sobotka, lo utilizan al revés. Es decir, en vez de decir “Defiendes a los de arriba porque vives bien, eres un egoísta” dicen “Defiendes a los de abajo porque vives bien, eres un hipócrita”. Para el que usa este argumento, aquel que, no ya viva en una mansión y mande a su hijo a Princeton, sino que, sencillamente, jamás haya pasado hambre ni haya tenido que humillarse y ser explotado para subsistir, no puede ni debe defender las causas justas. Es lo inverso al pensamiento de Sobotka. Es la infiltración del egoísmo de los de arriba en lo que debiera ser la solidaridad de los de abajo, el colmo del absurdo.

Esta estupidez puede verse a diario. El otro día, un amigo y compañero tuvo la osadía de condenar en una red social la paliza que unos guardias civiles propinaron a un inmigrante que pretendía saltar la valla de Melilla. Dicho inmigrante, por cierto, ha perdido un riñón y tiene medio cuerpo paralizado. Criticar esta actuación es, al parecer, ser un mal español. Muchos descerebrados te dicen lo siguiente: “¿Qué quieres, que le pongamos una alfombra roja?”. Claro. Es sabido por todos que lo contrario de dejar medio muerto a alguien -cuyo único delito es intentar comer- consiste en ponerle un spa en la puerta. Este tipo de idioteces fueron lanzadas contra mi amigo, acompañadas de acusaciones personales por su extracto socioeconómico. ¿Acaso es mi amigo un ricachón que explota niños en Bangladesh? ¿Tienen sus padres una empresa que él heredará sin tener que hacer nada? No. Mi amigo es un humilde camarero que por sus condiciones laborales no puede ser del todo independiente. Su madre, como las madres de tantos jóvenes en este país que no ofrece sueldos ni condiciones decentes, le ayuda económicamente. Mi amigo, por lo visto, es un hipócrita. No puede decir que está mal que los cuerpos de seguridad den palizas a los pobres porque a él le ayuda su madre, porque come todos los días. Él “vive bien” y los que viven bien tienen que ser egoístas. Es más, cuando, con cierta parte de razón, te dicen que el guardia civil sólo cumple órdenes y que si no las cumple le echan y su familia no come, ni siquiera hacen una crítica de esa situación. Te dicen que así es como debe ser. “No critiques porque tu harías lo mismo”, como si el hecho de que un ser humano se vea obligado a cumplir órdenes que atentan contra la ética más básica no fuese un hecho que hubiera que cambiar y que demuestra que, todavía hoy, muchos trabajadores continúan tragando con situaciones que les humillan. Hasta este punto de miseria intelectual llegan algunos.

Yo siempre he pensado que quienes hemos tenido la suerte de tener techo, comida, educación y ocio asegurados gracias a unos padres que, por su esfuerzo, han llegado a tener trabajos estables con una remuneración digna, tenemos la obligación moral de hacer todo lo posible para que todo el mundo pueda disfrutar de lo que debe ser un derecho: el derecho a tener las necesidades básicas cubiertas, a poder disfrutar de la vida y no tener que preocuparte de que mañana, quizás, no puedas comer. Ese ha sido el objetivo de la lucha obrera: que el trabajador pudiera vivir y no sólo sobrevivir, que el hijo del trabajador pudiera ir a la universidad, que la clase trabajadora no tuviera que humillarse ni ser explotada a cambio de pan. Que el hijo de un trabajador no haya tenido que pasar hambre ni cargar cajas de madrugada es un logro de esa lucha, no algo que recriminar. Lo recriminable sería que olvidase de donde viene y apoyase a quienes siempre se han opuesto a ese avance social, a que él pudiera viajar, salir o estudiar sin tener que trabajar 12 horas en condiciones denigrantes. Así lo entiende Frank Sobotka. Así lo entiendo yo.