Cada vez que concurren unas nuevas elecciones, los votantes nos hacemos la misma pregunta, que no por ser de sobra conocida lleva implícita una respuesta clara: ¿a quién doy mi voto?

Y esta pregunta resulta muy importante porque el voto es una de las pocas armas de las que todos disponemos en democracia para decidir nuestro futuro, y sin duda la más importante.

El catálogo de opciones podría parecer variado. Sin embargo, cada vez es más frecuente la sensación entre la ciudadanía de que “todos los políticos son iguales”, da igual el partido al que pertenezcan. Y no es una expresión para tomarse a la ligera, porque detrás de ella reside una realidad desagradable, que es la imagen que el pueblo tiene de la política. Esa imagen nunca ha sido especialmente buena, tal vez porque carecemos de ese espíritu político-cívico tan típico de países anglosajones por el que se sienten orgullosos de las personas que les representan, con las que son muy exigentes y a la vez defienden a muerte. Desde hace años, además, esa imagen se ha deteriorado hasta límites difíciles de asimilar debido principalmente al uso que han hecho de la política muchas personas que nos gobiernan y nos han gobernado y que han resultado indignas de ser llamadas “políticos”.

Se ha escrito a menudo sobre el proceso de persuasión que supone una campaña electoral en la decisión del voto. Esos artículos y ensayos hablan de, hasta qué punto influye el programa electoral (que casi nadie lee) y las acciones de campaña como debates, mítines, carteles, entrevistas, descalificaciones, etc, en contraposición a las ideologías particulares que todo el mundo puede tener, es decir, al voto ya decidido por tradición o por afinidad o simpatía. Se realizan análisis de motivaciones particulares, psicología e incluso de técnicas de marketing. Pero solemos pasar por alto algo mucho más sencillo de analizar: la lógica. Intentemos usarla en el contexto actual.

En estas elecciones del 26 de junio se nos ofrecen cuatro opciones básicas, que no únicas:

Por una parte, tenemos dos partidos llamados “viejos” y dos partidos llamados “nuevos”. Estos términos son usados de forma peyorativa dependiendo de quién los utilice. La diferencia entre ellos reside fundamentalmente en las ilusiones y promesas de cambio, presentes en los nuevos, y absolutamente ausente en los viejos.

Los partidos “viejos” que están ahí desde hace décadas, PP y PSOE, han demostrado reiteradamente qué pueden hacer y cuáles son sus limitaciones y miserias. Las promesas de esos partidos tradicionales deberían ser tomadas con mucha cautela, porque conocemos la diferencia entre lo que prometen y lo que hacen, nos lo llevan demostrando casi cuarenta años. Ellos son los responsables directos de la mala imagen que el ciudadano tiene de la política y que se traslada al subconsciente colectivo.

Estos partidos han instaurado un sistema de corrupción generalizada como consecuencia de haberse perpetuado alternativamente en el poder sin control y sin una fiscalización adecuada de su gestión. Hablamos de casos como el caso Arena, el caso Baltar, el caso Astapa, el caso Bárcenas, el caso Brugal, el caso CAM, el caso Campeón, el caso Cudillero, el caso de los ERE de Andalucía, el caso del Lino, el caso Emperador, el caso Fabra, el caso Facturas, el caso Filesa, el caso Guerra, el caso Gürtel, el caso Lasarte, el caso Marea, el caso Mercasevilla, el caso Orquesta, el caso Palma Arena, el caso Pokemon, el caso Poniente, el caso de la trama Púnica, el caso Troya, el caso Zamora, el caso Auditorio, y tantos y tantos otros casos. No se trata de un par de casos de corrupción, es una lista interminable, una verdadera lacra social, un panorama de degradación política que en cualquier otro país civilizado habría supuesto un estallido social.

Existen varios métodos y observatorios nacionales e internacionales que intentan calcular el impacto de la corrupción en los distintos países de nuestro entorno. Hace unos años, investigadores de la Universidad de las Palmas establecieron un sistema de cálculo del coste social de los casos de corrupción destapados en las últimas décadas, concluyendo con ese sistema que el coste social anual de la corrupción en España podía ascender a ¡¡40.000 millones de euros anuales!! Eso supone más del 3,5% de nuestro P.I.B. En este caso la lógica nos dice algo contundente, que estos partidos han demostrado sobradamente que han gestionado mal los recursos públicos y no tienen legitimidad moral alguna para seguir gobernando. La pregunta es… ¿por qué los votantes nos empeñamos en seguir tropezando una y otra vez con la misma piedra?

Los partidos “nuevos”, por el contrario, tienen una virtud, quizás la única mientras no tengan posibilidad de demostrar más en las tareas de gobierno. No tienen ninguna mochila a cuestas, no tienen la corrupción generalizada que los viejos partidos han demostrado tener. Visto lo visto, esa virtud debería suponer un elemento decisivo para plantear un cambio de gestión política. Estos partidos no son juzgados por razones objetivas, por hechos demostrados, como los viejos, sino por lo que proponen y en cierta medida por los miedos que los viejos partidos inducen a los ciudadanos bajo la premisa de “más vale lo malo conocido”. Pero ¿es esa premisa suficiente para seguir confiando en los de siempre?

Por una parte tenemos a Unidos Podemos, una candidatura relativamente nueva con una ideología de izquierdas y que ha intentado apropiarse del movimiento del 15M, a pesar de que ese movimiento siempre defendió que no se identificaba con ningún partido político. Al margen de su lenguaje que muchos han tachado de populista y agresivo con términos como “las élites” o “la casta”, es un partido que tiene su origen dentro de un contexto de descontento y desesperación ante el ambiente político y la crisis económica.

Es una opción que ha demostrado una constante obsesión por fagocitar a pequeños grupos radicales, antisistema y de extrema izquierda con la esperanza de crecer a cualquier precio para hacerse con el poder. Realizan un esfuerzo de aunar muchas agrupaciones diferentes que por sí solas no tendrían fuerza ninguna, y eso provoca constantes discrepancias públicas entre sus propios miembros. Ejemplos de estas discrepancias van desde el hecho de definirse como comunistas o no, al hecho de haber cambiado de programa en multitud de ocasiones por la inviabilidad de sus propuestas, o incluso al diferente posicionamiento de sus propios integrantes ante temas de especial relevancia internacional como el que recientemente han protagonizado IU y Podemos en la Eurocámara respecto a la liberación de presos políticos en Venezuela. Si dejamos de lado consideraciones de radicalización de planteamientos políticos, la simple lógica de su gestión y consenso interno arroja dudas muy razonables sobre la solvencia de esta opción, por mucho descontento que diga aglutinar.

Por otra parte, Ciudadanos- Partido de la ciudadanía, es un partido nuevo a nivel nacional, con origen hace unos años en Cataluña e impulsado por un movimiento de plataformas cívicas ciudadanas que respondían a la necesidad de la sociedad de una regeneración política y una apuesta por la transparencia, bajo el principio básico de IGUALDAD y LIBERTAD de todos los españoles. Ideológicamente se ubica en el espectro del centro político democrático, y es revelador el hecho de que sea acusado de izquierdas por partidos de derechas y de derechas por partidos de izquierdas.

Se le ha atacado tanto desde los viejos partidos como desde algunos nuevos acusándolo de indefinición. Estos ataques han intentando mostrar que es imprescindible decir si eres de uno u otro bando para poder hacer política, y han puesto en evidencia que esos partidos necesitan del rancio concepto de “bando” o “ideología”, del concepto de “enfrentamiento” para poder sobrevivir. Ese tipo de planteamientos son inasumibles en un país desarrollado y con capacidad y potencial para crecer. Ese tipo de planteamientos van contra la lógica.

Ciudadanos tiene un planteamiento tremendamente simple: el sentido común para cambiar el país. Mientras unos se esmeran en ir poniendo parches y apagando fuegos, mientras otros apelan al enfrentamiento y a la división, mientras todos se erigen en adalides de lo que es correcto en posiciones de exclusión e intransigencia frente a su oponente, este partido plantea una política de inclusión, poniendo la unidad y los intereses de todos los ciudadanos españoles por encima de cualquier otra consideración. Una política no es buena o mala según quién la haga. Una propuesta es buena o no dependiendo de si sirve a los intereses generales y de si mejora la vida de los ciudadanos. Es tan sencillo como eso. Y este partido hoy en día es el único que está dispuesto a reconocer el valor de sumar esfuerzos en contraposición al posicionamiento de intereses partidistas.

A partir de aquí, cada votante adoptará la decisión que más le convenza. No obstante, la lógica es tozuda y se empeña en invalidar el “más vale lo malo conocido” y hace bueno “lo bueno por conocer”.