Juan José López Cabrales, profesor de Historia de España en el IES Siete Colinas

Cuando se piensa en el tema de Cataluña vienen a la cabeza frases populares del tipo “no hay mal que cien años dure” o, siendo más positivos, “no hay mal que por bien no venga”. Hace poco más de un año la mayor parte de los españoles conteníamos la respiración ante el desafío independentista. Pero algo hermoso trajo como consecuencia la constante falta de respeto a las reglas democráticas de la que hacían gala los líderes catalanes un día sí y otro también. Juan Marsé sacó a la luz ese poema que le había dedicado hacía muchos años Jaime Gil de Biedma, un poema que como una premonición comenzaba diciendo: “Definitivamente parece confirmarse que este invierno que viene, será duro”. Y concluía con triste contundencia: “Por todo el litoral de Cataluña llueve con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas, ennegreciendo muros, goteando fábricas, filtrándose en los talleres mal iluminados”. Recuperar estos versos casi olvidados y cuya lectura completa les recomiendo, se convertía en un aceptable lenitivo para toda la angustia que de una manera u otra vivíamos con desazón en toda España. También en Cataluña.

Incluso los menos aficionados a las banderas no pudimos dejar de sentir cierta emoción al ver las calles cubiertas de enseñas rojigualdas. Cualquiera que no perteneciera a la secta del independentismo más ciego comprendía los actos de rebeldía del Parlament como un error basado en el supremacismo y el egoísmo de una región rica que quería abandonar insolidariamente al resto de España. Había que hacer algo y el gobierno lo hizo en aquel frenético 27 de octubre en el que a la vez que el Parlamento Catalán proclamaba la República (sin que nadie se asomara a arriar la bandera española en la plaza de San Jordi) el Senado aprobó la aplicación del artículo 155 y acto seguido se dictó una batería de medidas que comenzaba con la destitución en pleno del Govern.

El resto de la historia es conocido: exilios, entradas en prisión, elecciones catalanas, nueva mayoría parlamentaria del bloque independentista, Torra President in extremis, con la aquiescencia de un Carles Puigdemont que fue detenido y puesto en libertad en Alemania y volvió a su villa de Waterloo. Por cierto, siempre he pensado que la elección del lugar de residencia no pudo ser casual. No sé si trataba de aludir a cierta grandeza heroica, pero ahora suena más bien a derrota histórica y a ese silencio opaco en el que últimamente parece sumido en otrora molt honorable.

Se cumple este viernes un año desde que se celebraron esas elecciones catalanas que algunos teníamos la esperanza de que lo apaciguasen todo y tras las que en realidad parece que hemos vuelto a la casilla de salida. Un año que el actual Gobierno de España ha decidido conmemorar celebrando en Barcelona su reunión semanal ordinaria. Inadmisible provocación para unos, temeraria ocurrencia para otros, imagino que para los autores de la idea forma de tratar de demostrar que esa normalidad que parece que no se halla en ninguna parte está más cerca de lo que se cree.

Un año después hemos de aceptar que la cuestión catalana sigue suponiendo un problema nacional para el que no se vislumbran soluciones. Los científicos se caracterizan por buscar soluciones a los problemas y los científicos sociales deberíamos buscar soluciones a los problemas de la sociedad. Y he aquí un desafío interesante para cualquiera que se interese por la política como Ciencia.

A veces uno se pregunta si los políticos son científicos sociales que buscan soluciones o más bien constituyen una parte importante del problema. Mientras algunos creen que en el tema de Cataluña el gobierno de Pedro Sánchez está tratando un tumor cerebral con aspirinas, las propuestas alternativas parecen a veces sugerir que la mejor cura de una jaqueca crónica consiste en la decapitación del paciente.

Se escuchan muchas opiniones sobre lo que debería hacerse para reconducir la cuestión catalana. Opiniones todo tipo. Algunas de café o supermercado proponen directamente mandar el ejército a las Ramblas. Otras, más serias, hablan de ilegalizar a los partidos del bloque independentista. El argumento de autoridad al que recurren algunos de los que sostienen dicha propuesta es que la ilegalización de Batasuna resultó esencial para derrotar al terrorismo de ETA. Ignoran el hecho de que Batasuna nunca alcanzó el umbral del 19% de votos en unas elecciones vascas, y en las últimas en las que participó, las de 2001, apenas superó el 10%, en un contexto de claro rechazo a la violencia terrorista. Los partidos independentistas que habría que ilegalizar en Cataluña agruparon casi al 50% de los votantes en los comicios de hace un año. También parecen desconocer que aunque hablemos de rebelión (algo muy discutible, y rechazado por los tribunales europeos a los que ha sometido esta calificación el juez Llarena) lo cierto es que el independentismo catalán no tiene sus manos manchadas de sangre.

Todos estaremos de acuerdo en que siempre resulta más adecuado resolver los problemas por las buenas que por las malas. Aún debe de haber espacio para el diálogo y la razón en Cataluña. Igual que cuando el Presidente Rajoy decidió aplicar el 155 contó con la lealtad de sus adversarios políticos, no estaría mal que el actual Presidente hallase alguna colaboración por parte de los partidos contrarios al independentismo para tratar de encontrar una solución al problema. Que hallar dicha solución no es imposible lo evidencia el caso canadiense. La ley de claridad del año 2000 fue capaz de frenar el independentismo en Quebec. En España necesitamos una solución semejante, capaz de renovar el pacto constitucional del 78. Una solución en la que quepan todas las opciones, como hace 40 años, en la que sólo queden fueran quienes defiendan el terror y la violencia como parte del juego político. Para hallar dicha solución hay que dialogar, escuchar, consensuar. Ceder. Sería deseable que los partidos que permitieron aplicar el 155 hace catorce meses frenaran la crispación que está dominando el escenario político, quizá con intereses electorales cortoplacistas. Porque lo que se dilucida ahora es algo mucho más importante que unos escaños más o menos que permitan formar una mayoría de gobierno en marzo, mayo o septiembre. Lo que está en juego es nuestro futuro como sociedad. Ni más ni menos. Y para pensar ese futuro hace falta serenidad y es preciso parar el ruido. Y mirar más allá. A esa pradera en la que caen las manzanas con las que los Científicos de verdad hallan las soluciones de los grandes problemas.