alumnado
Tula Fernández

Hoy las escuelas abren sus puertas al barullo, al juvenil desorden y al hormigueo habitual del que comienza un nuevo curso. Sonarán de nuevo en las puertas de los colegios los estridentes y atemporales timbres, los nerviosos chillidos de los que intentan disimular así la desnudez del primer día y las lloreras empapadas en mocos de los que se estrenan en el ecosistema escolar sin levantar más de un palmo del suelo. Los pasillos se irán llenando poco a poco de una recuperada biodiversidad. Ejemplares de lo más diverso van haciendo notorias sus presencias y ocupando las sobadas bancas verdes hasta que el hábitat queda completo, a veces atestado. Llegarán las tímidas, los líderes, los fuertes, los sensibles, los diversos, los más especiales, las listas, los listillos, las esforzadas, los ingeniosos, las pasotas, los llorones, las disciplinadas, los creativos y hasta los desterrados. Y permanecerán allí sumando días y cumpleaños hasta dar debido cumplimiento al ciclo de un curso, esa medida temporal que manejamos los docentes: “en el curso 2018-19 me casé”, “me mudé en el curso 2012-13”, “nos conocimos en el 18-19” (la pandemia llegó en el curso 2019-20, olvídense sanitarios y políticos de encasillarla en un real decreto del 2020).

El hábitat quedará ordenado y dispuesto. Ese anual conjunto de factores físicos, vitales y geográficos incidirán en el desarrollo de cada uno de los alumnos y de los docentes hasta convertirnos en una comunidad.

La pantalla interactiva nos anuncia que el tiempo sigue su curso, la pizarra verde nos recuerda que no es para tanto, que la suma de los días no avanza tan rápido como pensamos y los comportamientos de los personajes de esta nueva historia nos reafirma en la continuidad del ciclo de la vida. El eterno retorno; ellos más crecidos, nosotros más menguados. Presentaciones, normas, comunicados, horarios, más normas, saludos, circuitos de pasillo armados con desvelo, preguntas, dudas, respuestas. Con el toque del último timbre habrá quedado roto el hechizo del verano, los miembros de este nuevo ecosistema ya se habrán reconocido, y la aprendida rutina habrán invadido de nuevo el hábitat. Alumnos y docentes quedaremos enganchados, de nuevo, a la fina cuerda de la expectativa: ellos a las nuestras, nosotros a la de ellos.

En Edimburgo la estatua del filósofo Hume luce su dedo gordo del pie pulido y brillante debido al constante manoseo: "the lucky toe”, “el dedo de la suerte”. Los estudiantes lo tocan con la esperanza de que algo de su conocimiento se transfiera a sus mentes. Los docentes nos proponemos cada año enseñar a nuestros alumnos, convertirlos en personas más sabias, más libres, más educadas. No poseemos una varita mágica, y aunque soñamos con elevarlos a las nubes de la sabiduría con nuestro toque personal, el proceso es lento y arduo. Requiere de tiempo y esfuerzo, de un roce emocional tan agotador como apasionante. Horas, días, semanas, meses. Tiempo.

Del latín "schola", la universal palabra que nos da school en inglés, shule en alemán, école en francés o shkola en ruso, deriva la palabra escuela y tiene un origen aún más antiguo derivado del griego “sjolé”, que significaba tiempo libre, ocio. ¡Qué retorcida paradoja! pensarán hoy nuestros alumnos, ¡qué maquiavélico viraje del lenguaje para tan tediosa obligación! Dirán. Y en esa mudanza de las palabras y las obligaciones, los docentes seguiremos esforzándonos, viviendo siempre con los ojos abiertos como platos, a la caza del talento o intentando espantar al fantasma del desconocimiento. Así se desarrollará un nuevo curso, afinando y desafinando, acertando y errando, dando y esperando recibir en la debida y justa medida. Eso y no otra cosa es ser docente. Dar, entregar, perseverar para no dejarnos llevar por el desánimo si nada sale como habíamos programado (la programación es otra medida de presión que manejamos los docentes). Nos movemos en el mareo del delirio diario, un bendito delirio de vida joven que logra contagiar y que nos arrastra, más allá de lo programado, a ser más ellos y menos nosotros. Como decía el motivado profesor Antonio en la película Vivir es fácil con los ojos cerrados “los profesores, de tanto tratar con los niños, acabamos por no entender el mundo de los adultos”.