Superluna
Xavier Ferrer Gallardo

Estas últimas semanas, mientras escalaba el precio de la luz, se cortaba el gaseoducto Argelia-Marruecos y se agudizaba la crisis de suministros, las advertencias petrocalípticasminerocalípticas de Antonio Turiel y Alicia Valero han vuelto a la palestra.

En síntesis y simplificando (disculpen), el mensaje combinado de estos dos científicos es el siguiente: los combustibles fósiles de fácil extracción (de donde procede la mayor parte de la energía que consumimos) se van agotando. Y lo verdaderamente problemático es que, por sí solas, las renovables no van a poder hacer frente al desafío de escasez energética que se nos viene encima. ¿Por qué? Pues porque, entre otras razones, el aprovechamiento de la energía solar o eólica depende en buena medida de la utilización de otros recursos (minerales) -que también tienden a agotarse, y cuya extracción es cada vez más compleja y costosa.

El hashtag #peakeverything encapsula a la perfección las observaciones de Turiel y Valero acerca de los límites físicos del planeta, y nos recuerda que la transición energética a la que parecemos estar agarrándonos como a un clavo ardiendo no va a ser precisamente la panacea. Confiar en un modelo económico que persigue el crecimiento infinito pero que, de forma poco lógica, se sustenta sobre la base de recursos finitos no parece ser la mejor de las estrategias posibles. Pero ahí andamos.

Y en esta tesitura, las derivadas geopolíticas del empecinamiento crecentista en el que estamos instalados son claras. Ya sabemos que la rivalidad por el control de los menguantes recursos energéticos disponibles en la tierra es una formidable potenciadora de inestabilidad en el tablero internacional. A partir de ahora, tal vez deberíamos fijarnos más en cómo dicha inestabilidad se está desplazando con paso firme hacia el espacio ultraterrestre.

En abril de 2020, Donald Trump firmó una orden ejecutiva que abonaba el terreno para el desarrollo de actividades mineras en la Luna. En octubre de 2020, los Estados Unidos promovían los Acuerdos de Artemisa, instrumento con el que, sin contar con Rusia ni China, Washington y el resto de firmantes tratan de sentar las bases de la explotación de la Luna con fines comerciales. Un año antes, por cierto, la administración Trump había tomado la decisión de crear una Fuerza Espacial, que se convertiría en la sexta rama de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.

Estas decisiones constituyen buenos indicadores de la gresca geopolítica que se está fraguando más allá de la atmósfera de nuestro planeta, y se fundamenta en la conjunción de dos factores: por un lado, las nuevas posibilidades abiertas por el desarrollo tecnológico y sus aplicaciones comerciales y militares; y, por otro lado, la avidez de potenciales nuevos yacimientos de recursos en el espacio exterior. Con este trasfondo, justo la semana pasada Rusia lanzaba al espacio un controvertido misil antisatélite. Es evidente que el Kremlin no solo lanzó un misil. También lanzó un mensaje a quienes habían disparado misiles similares con anterioridad: “aquí también nos estamos equipando”.

Pero, aunque a veces pueda parecerlo, el espacio exterior no se rige bajo las leyes del salvaje oeste.  Existe una infraestructura legal (El Tratado del Espacio de 1967) que, de momento, ha evitado convertir el espacio en una jungla. Sin embargo, puesto que la tecnología y las urgencias geoestratégicas siempre avanzan con mayor rapidez que la ley, el Tratado ha ido quedando obsoleto. El texto prohíbe explícitamente el uso de armas de destrucción masiva y las reivindicaciones de soberanía. Sin embargo, aunque en principio el espacio es “patrimonio común de la humanidad”, el Tratado no dice nada sobre derechos mineros ni sobre sus derivadas comerciales. 

Cuando se firmó el Tratado, en plena Guerra Fría, el espacio era algo así como el coto vedado de soviéticos y norteamericanos. Ahora, la paleta de actores que participan en el juego espacial se ha diversificado. Muchos más países (desde Luxemburgo hasta los Emiratos Árabes Unidos), y también empresas privadas (Space X, Blue Origin o Virgin Galactic, por ejemplo), ambicionan su trozo del pastel. La competencia y la especulación sobre potenciales jolgorios extractivos en la Luna van en aumento. Y a también van al alza las urgencias para delimitar las “nuevas fronteras” de la Luna, las llamadas “zonas de seguridad”. En estas circunstancias, y a diferencia de lo que sucede con el suministro de energía en la tierra, el ajetreo geopolítico en el espacio está más que asegurado.