La ausencia de ideas y propuestas para dar solución a los verdaderos problemas de la ciudadanía empuja a muchos políticos a trazar discursos sin base alguna, cargados de odio, que acuden a la culturalización de los problemas sociales, construyendo un enemigo responsable de todos los males, al cual derivamos la responsabilidad de la decadencia de “nuestra cultura”, la destrucción de la razón y la invasión de nuestra tierra.

Es la respuesta a la pérdida de identidad. Es la violencia actualizadora de esos fascismos que están siempre en proceso de regeneración en toda Europa y que han encontrado en los musulmanes la excusa perfecta. Ceuta no iba a ser menos. Aquí también disponemos de estos temerarios profetas del odio.

No hace mucho que escribía sobre las trampas que encerraba el debate sobre el calendario laboral en nuestra ciudad. Una de ellas, la dicotomía laicismo-estado confesional, nos empuja a creer que reconocer la diversidad cultural de nuestro país nos hace perder posiciones a favor del estado confesional, cuando lo que sucede es precisamente lo contrario, dado que se acabaría con el monopolio religioso de una determina religión y, en consecuencia, sería la libertad de credo la que saldría ganando. Otra de estas trampas es la que acude a esa pérdida de nuestra identidad colectiva ya mencionada. Que la diversidad cultural alcance el calendario no es más que el resultado de una realidad incontestable: Ceuta es diversa. El reconocimiento de ello implica interiorizar un “nosotros” inclusivo donde la filosofía del pluralismo debe imperar. Por ello, frente al lenguaje racista, al discurso de la invasión y a la reformulación de los fascismos, debemos responder con la firmeza de los argumentos razonados.

La invasión a la que aluden algunos pseudopolíticos no es más que la exteriorización y la constatación de su ineptitud a la hora de intentar representar a la gente (amén del peligro que conlleva). Este tipo de declaraciones no son nuevas en Ceuta. Tampoco en Europa. Esos procesos de culturalización de problemas sociales tales como el paro, la vivienda, la pobreza, etc. se ponen en marcha siempre en periodos de crisis, y su objetivo es el de llegar a una gran masa necesitada a veces de excusas, y otras veces, querenciosa de discursos emocionales. Se produce un desplazamiento de la democracia.

Según estos apóstoles del odio, el “buen rollito” y la permisividad institucional ha permitido que esa invasión se haya ido fraguando hasta culminar en la aparición cuasi-espontánea de cerca de 40.000 ceutíes. Para estos predicadores de la pureza es imposible asimilar que “esos miserables” han estado aquí siempre y que los procesos de ciudadanía de los años ochenta no fueron más que un paso natural y deseable para que esas personas de Ceuta que se habían dejado la vida en el frente, roto el lomo en las obras y erosionado sus manos en la limpieza de las casas de los “ceutíes de toda la vida”, pudieran disponer de sus derechos, con la adquisición de una ciudadanía que ya era de facto.

“Triquiñuelas”, “ñoñerías”, “permisividad” o “paternalismo de la clase política” son algunas de las expresiones usadas por ese renovado fascismo que en esta ocasión se ensaña con los musulmanes, pero no nos llevemos a error: podrían haber sido los gitanos, los negros, los sudamericanos o los hindúes. Es sólo una cuestión de números. Un lenguaje que no nos suena extraño a pesar de la frágil memoria colectiva. Lo mismo se decía ayer de los judíos: su doble discurso, su doble lealtad, son una “rémora para el bienestar”, etc.

Hay que repudiar sin duda alguna estos discursos del odio que nos retrotraen a tiempos oscuros. La convivencia en nuestra ciudad es un tema capital que no puede ser zarandeado por quienes se sienten impunes al calor de los amiguetes en un bar y que construyen toda una teoría en base a infundios. Esa población, que según estos profetas del odio se aprovecha del Estado y del “buenismo”, es precisamente la que sufre la miseria en un 65% de sus miembros, mientras que en el resto de la población esta cifra baja al 14%. Datos de un estudio encargado por la Consejería de Asuntos Sociales. Realmente no entiendo qué invaden. Qué invadimos, ¿la pobreza?