El pasado mes de enero, con apenas tres semanas de diferencia, en la frontera ceutí se dieron cita dos episodios de naturaleza extravagante.

La madrugada del día 9, la Guardia Civil interceptó a un hombre que, indocumentado, a nado, y desde Marruecos, trataba de entrar en la Ciudad Autónoma de manera irregular. Es evidente que las entradas ilegales a Ceuta por vía marítima se han convertido en algo frecuente. Sin embargo, en este caso, y ahí estriba la singularidad de lo acontecido, el interceptado era un ciudadano español, militar y miembro de la legión.

Más tarde, la madrugada del día 31, la Guardia Civil interceptó a un ciudadano maliense, también indocumentado, mientras trataba de franquear la doble valla fronteriza. Lo cierto es que las tentativas de salto del llamado perímetro de seguridad se producen de manera reiterada. No obstante, en esta ocasión, y ahí radica la peculiaridad de lo ocurrido, el individuo en cuestión no pretendía acceder a Ceuta, sino cruzar la frontera en dirección a Marruecos. Deseaba emprender el viaje de regreso hacia su país de origen. Se trata, sin duda, de dos peripecias fronterizas de carácter anecdótico. Las circunstancias que las rodean son inusitadas. Y precisamente por ello, resultaron foco de atención informativa. Sin embargo, más que cómo meras anécdotas, sendos episodios también pueden ser leídos como parábolas; parábolas fronterizas que sacan a relucir la arbitrariedad, la asimetría y la falta de reciprocidad sobre las que se sustenta el régimen de movilidad de personas a través de las fronteras exteriores de la UE. Por fortuna, sólo en circunstancias grotescas, un ciudadano español tratará de acceder a Ceuta a nado, y por un punto no habilitado para ello. Abruma pensar en el número de personas de otras nacionalidades que, desgraciadamente, lo han hecho desde que España pasó a formar parte del Acuerdo de Schengen. Asimismo, únicamente en circunstancias insólitas un ciudadano maliense se verá empujado a saltar la valla de Ceuta rumbo a Marruecos. Al mismo tiempo, pasma recordar cuántas personas lo han hecho en la dirección opuesta, desde que España exige el visado a ciudadanos de países que, por el contrario, no se lo exigen a los ciudadanos españoles. Es ya un lugar común argumentar que la doble valla metálica que resigue el perímetro terrestre de la ciudad de Ceuta, invocada recientemente como modelo a seguir en la frontera griego-turca, muestra el perfil más duro del régimen fronterizo de la UE. Es reiterativo recordar que la imagen del perímetro se ha convertido en el funesto logotipo de la realpolitik fronteriza comunitaria; en una suerte de materialización del discurso del “no debiera ser así, pero no nos queda alternativa”. Sin embargo, esa es una imagen incompleta. Lejos de Ceuta se suele pasar por alto algo importante. La frontera de la ciudad (junto con la de Melilla) es la única frontera compartida por la UE y sus vecinos mediterráneos en la que se aplica (aunque con innumerables restricciones y con un margen de profundización enorme) una cierta reciprocidad en la gestión de la movilidad humana. Cabe recordar que una excepción incluida en el Protocolo de Acceso de España al Acuerdo de Schengen permite entrar en Ceuta sin necesidad de visado (aunque sólo bajo determinadas condiciones) a los ciudadanos marroquíes de la Provincia de Tetuán y de la Prefectura de Mdiq-Fnideq. Ello ilustra que en las fronteras exteriores de la UE no únicamente hay lugar para el blindaje para con los socios mediterráneos. Aunque ínfimo, limitado, selectivo y fruto de unas circunstancias geográficas, políticas y económicas particulares, también existe un espacio para la movilidad recíproca, para una dinámica de circulación transfronteriza de seres humanos más democrática. Por tanto, cabe tener en cuenta que el régimen fronterizo de la Ciudad Autónoma no se sustenta única y exclusivamente en la lógica del blindaje. La excepción aplicada en la frontera de Ceuta constituye una suerte de autodesafío a la realpolitik fronteriza de la UE; un esbozo fragmentario (limitado a 24 horas y tal vez por ello incluso caricaturesco) de un modelo de gestión de la movilidad humana en el mediterráneo menos asimétrico, más justo. Las rutas de la inmigración, los ritmos de salida y llegada, así como el paisaje geopolítico sobre el que discurren, experimentan transformaciones permanentes. La semana pasada fue el turno de Motril y, en otra escala, y a rebufo de la crisis tunecina, de Lampedusa. Parece inevitable preguntarse ¿Dónde y cuándo llegará la próxima patera? ¿Dónde y cuándo naufragará la siguiente? Así, ante semejante panorama, una estrategia de promoción de la libre circulación de mercanías y capitales en el espacio Euro-Mediterráneo que, en paralelo, no contemple la promoción de una mayor reciprocidad en la movilidad de personas parece difícilmente justificable. Ante episodios como los acontecidos en la frontera de Ceuta durante el pasado més de enero cabe preguntarse dónde yace la verdadera extravagancia. ¿En lo inaudito de los hechos o en la aceptación de la realpolitik fronteriza de la UE como algo éticamente digerible?