niños migrantes escolarización
Tula Fernández

Con el comienzo del curso universitario, muchas familias se ven sacudidas por un inesperado impacto de emociones: del orgullo por los logros de los hijos, que abandonan el nido protector a la conquista de nuevas experiencias en suelos lejanos, a la humildad de los miedos, mal disimulados la mayoría de las veces. Los soltamos a la vida porque solo a ella le pertenecen (ese mantra casi místico con el que los padres tratamos de convencernos cada vez que la vida se nos adelanta ofreciéndoles a nuestros hijos oportunidades mucho más golosas que los dulces con los que los embelesamos nosotros.

Preparamos la partida al nuevo mundo con esmero. Colmamos sus maletas de abrigo para sus cuerpos, de medicinas para ocasionales dolores, de artilugios para aliviar la dureza de las nuevas obligaciones, de entretenimiento para su ocio, y hasta encontramos un último hueco para el alimento más deseado, ese que les ilumina la cara desde pequeños y ante cuyo olor o sabor no hay enfado que perdure ni tristeza que se alargue más de los debido (la maleta que prepara una madre suele triplicar mágicamente su capacidad de almacenamiento). Se marchan. Los vemos saltando al mundo con las piernas crecidas y nos despedimos hablando idiomas diferentes, nosotros el de la atención y el cuidado, ellos el del descuido y la audacia.

Imagino y la soledad después de una despedida tiene forma redonda y color oscuro, como un círculo que queda descolgado de nuestro cuerpo y se desliza por nuestro interior buscando donde posarse, a veces lo hace en la garganta, otras en la boca del estómago, a veces un poco más al norte. En la antigüedad el hígado se consideraba el centro de las emociones. El alma para Platón era tripartita: el deseo radicaba en el bajo vientre, el pensamiento en el cerebro y la voluntad en el corazón. La sensación de quedar solos y desvalidos nos invade el alma entera, en sus tres partes.

Desde hace unos meses la ciudad de Ceuta lidia con la difícil situación de proteger a centenares de niños y niñas que llegaron de manera descontrolada a la ciudad. La noticia, como no podía ser de otra manera, llenó periódicos, televisiones y bocas. Un impacto insólito ocasionado por la descomunal oleada de críos que de la manera más inesperada orillaron en Ceuta y quedaron aquí sin valija ni maleta. Nada debe de ser más terrible para un niño que la sensación de quedar abandonado. Tal vez sí, el miedo de los padres que los sueltan de la mano lanzándolos a la remota conquista de una vida mejor. Los hijos no son nuestros, son de la vida...

"Los poros no son más que una salida, la aporofobia es, por tanto, el rechazo del que no tiene salida económica, los pobres"

Ninguna persona de bien dejará de desear que todos ellos puedan ascender a una vida mejor, no es fácil colocarse en un nuevo mundo solo y sin equipaje. Por ahora los envuelve la polémica, el recelo y la sospecha. La pobreza no suele ser una buena hada madrina. En 2017 quedó acuñado el término “aporofobia”, el rechazo a inmigrantes y refugiados por ser pobres, no por extranjeros. El término se lo debemos a la filósofa Adela Cortina. Deriva del griego “áporos”: “sin salida” y está relacionado con los poros de la piel, esos diminutos orificios de la dermis por donde eliminamos la traspiración. Los poros no son más que una salida, la aporofobia es, por tanto, el rechazo del que no tiene salida económica, los pobres.

Por ahora, más de un centenar de críos que desean estudiar han abandonado su invisibilidad, salen del país de Nunca Jamás y acuden a diario a nuestros centros educativos. Mientras que fuera de los elevados muros de los centros educativos el lenguaje se organiza para debatir entre lo justo o lo injusto, lo conveniente o incómodo, lo concorde o desacorde, en la escuela sólo suena el lenguaje de la educación, la que nos hace gozar del crecimiento como individuos y la que éticamente nos merecemos todos.

Cuando Critón fue a visitar a su maestro y amigo Sócrates en la prisión donde esperaba su sentencia de muerte, ambos debatieron sobre el sentido de la justicia y las leyes. Con su acostumbrada mayeútica Sócrates se dirigió a su amigo en estos términos: “Reflexiona bien, y mira si realmente estás de acuerdo conmigo, y si podemos discutir partiendo de este principio: que en ninguna circunstancia puede estar permitido ser injusto, ni volver injusticia por injusticia, ni mal por mal, cualquiera que hayamos recibido”. Distamos mucho de ser una ciudad perfecta, pero desde hace unos días somos una ciudad mejor.